a visita de los reyes de España es una oportunidad para evaluar la trayectoria y el estado de las relaciones hispano-mexicanas. Al igual que cualquier otra relación diplomática, ésta se ha visto sujeta a los vaivenes de la política internacional y de coyunturas locales. En este caso en particular el trato bilateral ha estado sometido a condiciones de gran complejidad: en el siglo XIX, por las dificultades que suponía que la antigua metrópoli reconociera la independencia de su excolonia; luego, en el XX, el largo paréntesis que se abrió durante la dictadura franquista que el Estado mexicano se negó a reconocer porque era producto de un levantamiento militar contra un gobierno constitucional, legítimamente elegido.
Entre 1939 y 1976 México y España casi ni se saludaban en los corredores de la diplomacia multilateral. No sólo eso. En la conferencia de San Francisco, en 1945, el embajador Luis Quintanilla, representante de México, pronunció un largo discurso contra el ingreso de España a Naciones Unidas. Esta acción habla de una militancia ajena a la mesura tradicional, pero no faltaban los españoles que señalaban la falta de autoridad moral de México para acusar a otros de antidemocráticos. Paradójicamente, nuestra relación con España en esos años fue más rica que en el periodo posterior a la apertura de embajadas, aunque ése también fue un paréntesis en el cual España se europeizó y México inició la gradual integración a América Latina. Todo sugiere que el paréntesis se ha cerrado. De 2000 a la fecha las relaciones financieras y comerciales han tomado un ritmo acelerado. Hoy, en México, trabajan más de 3 500 empresas españolas, y residen más de 130 mil españoles; y en España han aparecido importantes inversionistas mexicanos y varios cientos de residentes.
La magnitud de esta presencia no tiene precedente, y en realidad España nunca estuvo ausente de México. Entre 1940 y 1976 la inexistencia de relaciones oficiales no fue obstáculo para que fluyeran los intercambios entre los dos países. El comercio y la migración alcanzaron niveles de consideración. La presencia española entre nosotros era patente, aunque fincada al margen de los canales diplomáticos convencionales, en particular en el terreno de la cultura popular. Basta mencionar la industria fílmica y el éxito de las películas mexicanas en España, y de las españolas en México, para medir la presencia de una en la casa del otro, y viceversa. La película El último cuplé, de Sara Montiel, que años antes había filmado una serie con Pedro Infante, duró en cartelera en el cine Arcadia casi una década.
Todavía en los 60 era visible el gusto por la cultura popular española en México, como lo mostraban las películas de Joselito, Marisol, Pablito Calvo, Rocío Dúrcal, o el éxito de los discos de Pili y Mili. Los españoles agradecen las traducciones del Fondo de Cultura Económica, que les permitieron leer a los clásicos de la filosofía, la historia y la sociología. Las adolescentes mexicanas de la época, en cambio, agradecen la producción editorial especializada; por ejemplo, Bruguera publicaba novelas rosa y de bolsillo que inundaban el mercado mexicano. Además había un intercambio sostenido de actores y actrices, de toreros, de deportistas y cantantes.
México y España comparten idioma, pero también religión, que en los años 50 tenía mucho más influencia que ahora. La Iglesia católica quiso aprovechar estos vínculos y se unió a la difusión de la influencia de la cultura española porque veía en ella un contrapeso a la agresiva cultura popular estadunidense, que tendía a cancelar cualquier otra y era demasiado liberal para el gusto de los católicos mexicanos. La Iglesia, confiada en la comunidad de valores que unía a las dos sociedades, encontró en la España franquista los arquetipos de la defensa de la religión frente al embate comunista, de la familia católica y de la femineidad que adoptaron para integrarlos a su mensaje a los creyentes mexicanos.
En esa época el Opus Dei, de Josemaría Escrivá de Balaguer, se extendió entre las elites mexicanas, pero no fue la única orden religiosa española que llegó –luego de que el Vaticano colocó a México en la lista de tierras de misión
–, para fundar y dirigir escuelas donde se educaban los niños mexicanos, probablemente esa exportación de religiosos también se explique porque los españoles los tenían en exceso. Los religiosos de aquí, a su vez, completaban su formación allá. Esto explicaría que las descripciones de Carmen Martín Gaite en su libro Usos amorosos de la posguerra española sean tan semejantes a las que pueden hacerse de la sociedad mexicana de la época. Como si hubiéramos tenido franquismo sin Franco. Esas lecciones españolas cayeron en desuso en los años 70, pero entonces de España extraímos otras lecciones, las que tenía que ofrecer su proceso de transición a la democracia que se convirtió en un referente obligado para cualquier país que buscara una transformación política profunda. Quién lo hubiera pensado.