a angustia y la incertidumbre de los sangrientos actos del fin de la semana pasada y las posibles y terribles consecuencias nos tienen sumidos en un estado de consternación que aparentemente escondió
el triunfo de la Sub 17.
Perplejos y aturdidos ante tanto horror, los sentimientos que nos invaden apuntan hacia una angustiante sensación de vulnerabilidad extrema. La depresión paraliza el alma y la desesperanza nos invade. El desvalimiento y el dolor se entremezclan mientras las listas de muertos y desaparecidos, ésas si, ¡van al alza!
Sin embargo, no podemos permitir que el dolor nuble nuestra capacidad de reflexión y menos aún que el rencor oscurezca nuestro entendimiento. Quizás lo más dramático y duro de aceptar es que no hemos aprendido nada, absolutamente nada de nuestra historia. Como animales dando vueltas en la noria, nos vemos instalados en la compulsión a la repetición y nuestra gran civilización
parece no habernos servido más que para matarnos los unos a los otros de manera cada vez más sofisticada.
Pero, ¿cómo transmutar en lenguaje esa compulsión a repetir a la destrucción, si no llega a la conciencia y ésta se ve obnubilada por el odio y el rencor? ¿Cómo transmutarla en lenguaje y negociación pacífica y racional, si el instinto de muerte (descrito por Freud) es un reactivo al revés, una inopinada visión retrospectiva de lo que es y no es? El mundo se nos revelaba con ínfulas de urbanidad electrónica suprema, pero desmentida por las disonancias de la agitación estruendosa de las masacres, el hambre, las desigualdades brutales y las ejecuciones, que rebasan la razón y nos confrontan a una sensación de fracaso y de impotencia. Repetición inelaborable de la historia que se repite sin enmienda.
En 1920, tras haber vivido la experiencia de la guerra y a la luz de reflexiones profundas acerca de la conducta humana, Freud escribió el texto Más allá del principio del placer, donde introduce la pulsión de muerte. En él se conjuntan de manera clara y original las diferentes formas de lo que suele llamarse lo negativo: odio, destrucción, agresión y sadomasoquismo. Pulsión de muerte, que como una fuerza irrefrenable, se propone reducir, en forma regresiva, lo más organizado a lo menos organizado, las diferencias de nivel a la uniformidad y lo vital a lo inanimado, la muerte como fin último. Pulsión de muerte que, silenciosa emerge como energía destructiva que se vuelve sobre el otro, o sobre lo que de mí mismo proyecto en el otro.
Las naciones progresaron y su avance material sirvió para proporcionar a sus pueblos medios más poderosos de destrucción. En cambio, su avance moral y racional no le ha servido para sostener la fraternidad entre los hermanos y sí para confirmar que en el fondo de la persona se ocultan fuerzas irracionales que, tal como describió Freud, compulsivamente se repiten y tienden a la destrucción. Parece indudable que la raza humana no tiene enmienda y que el proceso de evolución cultural es una ilusión. Los muertos del fin de semana aniquilan una vez más lo construido, determinando un nuevo caos acompañado de una estela de dolor que se convierte en trauma inelaborable que, en un intento fallido de elaboración de lo traumático, tenderá a repetirse una y otra vez.
Violencia engendra violencia, atacamos al supuesto enemigo
porque nos refleja nuestra peor parte y al matarla en el otro creemos poder deshacernos de aquello que le proyectamos y que nos resulta intolerable en nosotros mismos. No toleramos la imagen de nosotros mismos que el otro nos refleja. De allí nuestra intolerancia a la diferencia, al otro, y a lo que el otro me dice de mí mismo.
¿Cuándo será el tiempo para reflexionar y no para actuar nuestros impulsos destructivos reprimidos y desplazados en el otro? El tiempo de asumir con conciencia y no acicateados por el odio, que en nosotros habitan, en las profundidades de nuestro inconsciente, fuerzas irracionales ocultas desde donde podemos actuar
lo peor de nosotros mismos.
Hay que recordar, como decía Freud, para no repetir.