esde la obligada dimisión de Dominique Strauss-Kahn a la dirección general del Fondo Monetario Internacional (FMI), el 19 de mayo, a raíz del proceso penal que se realiza en su contra en Estados Unidos por presuntos delitos sexuales, el máximo puesto de ese organismo financiero internacional ha sido objeto de una enconada disputa entre bloques regionales y gobiernos. Los finalistas en el forcejeo son la ministra francesa de Economía, Christine Lagarde, y el director del Banco de México, Agustín Carstens. En la recta final del proceso de selección, ambos comparecieron ante los 24 miembros del consejo ejecutivo del organismo y los dos formularon críticas al funcionamiento de la entidad que pretenden encabezar, sobre todo a raíz de la crisis mundial desatada en 2008, de la cual aún se sienten los ramalazos en diversas naciones de la eurozona.
Críticos o no, lo cierto es que ambos candidatos son destacados exponentes de las estrategias económicas que hicieron agua hace tres años, con resultados desastrosos para cientos de millones de personas, y ninguno de ellos ha mostrado, en sus respectivas campañas para ganar la dirección del FMI, un interés consistente por cambiar de paradigma, esto es, de procurar una reactivación económica basada en el aliento a la producción, el consumo y el bienestar de las poblaciones. Por el contrario, sus discursos se han centrado en la defensa de los planes de choque, las disciplinas fiscales y demás eufemismos empleados para aludir a las reacciones de un modelo económico que, puesto en situación de emergencia, no vacila en sacrificar a la sociedad para proteger los intereses financieros de los capitales transnacionales.
En la elección entre Carstens y Lagarde no está, pues, en juego un cambio en los enfoques depredadores tradicionalmente aplicados por el FMI (aunque fugazmente cuestionados por Strauss-Kahn tras el inicio de la recesión), sino la continuidad, con uno u otro apellido, de las recetas neoliberales que por décadas han devastado los entornos sociales en todo el planeta. Tampoco hay en la puja ningún conflicto entre enfoques distintos Norte y Sur. Prueba de ello es que, mientras la francesa obtiene el respaldo de China, el mexicano ha recabado el apoyo de Canadá y Australia.
En contraste, en la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación (FAO), en una elección mucho más democrática, el brasileño José Graziano da Silva, quien fungió como ministro de Seguridad Alimentaria en el gobierno que encabezó Luiz Inacio Lula da Silva, fue seleccionado como nuevo director general. El derrotado fue el ex canciller español Miguel Ángel Moratinos, a pesar de que la delegación española en la ONU, y hasta el gobierno que preside José Luis Rodríguez Zapatero, pusieron en la jugada todo su peso diplomático y político.
Al margen de la habilidad política exhibida por la cancillería de Brasil para conformar, en respaldo a su candidato, un sólido bloque latinoamericano y africano, mucho debe de haber pesado en la elección la experiencia de Graziano en el combate al hambre en su país de origen, concretamente como coordinador del programa Hambre Cero, puesto en marcha por Lula desde su primer periodo presidencial. Cabe recordar, asimismo, que el aspirante español se había manifestado en favor de introducir cambios radicales en la estrategia seguida hasta ahora por el organismo bajo la dirección del senegalés Jacques Diouf y por introducir a las empresas privadas en el manejo de los problemas alimentarios mundiales. En esta competencia había, pues, diferencias de fondo, y cabe felicitarse de que el sucesor de Diouf sea un funcionario de probada eficiencia, procedente de una nación emergente, y con una perspectiva humanista de la situación alimentaria del mundo. Ésta atraviesa, en el momento actual, por una circunstancia particularmente delicada, debido a la caída en la producción general de alimentos. No cabe duda de que Graziano es el hombre indicado para enfrentar el problema. Por el bien de todos los países, pero especialmente de las naciones pobres, es de esperar que tenga éxito.