l multihomicidio perpetrado anteayer en el centro de rehabilitación para adictos La Victoria, de Torreón, Coahuila –en donde un comando armado asesinó a 13 personas–, es el más reciente de una cadena de hechos similares ocurridos con el telón de fondo de la guerra contra el narcotráfico declarada por el gobierno federal: en 2009 se cometieron tres masacres de este tipo –el 5 de febrero, el 2 y el 15 de septiembre–, todas en Ciudad Juárez, Chihuahua, con un saldo acumulado de 32 muertos; un año después, en esa misma localidad fronteriza, tuvieron lugar cuatro asesinatos en masa en centros de desintoxicación –el 31 de mayo, el 10 y 16 de junio, y el 2 de septiembre–, con un total de 49 víctimas, y dos más ocurrieron en Gómez Palacio, Durango (26 de junio), y en Tijuana, Baja California (24 de octubre), con saldos de 11 y 13 muertos, respectivamente. Finalmente el 10 de febrero, un grupo armado mató a dos personas al salir de una clínica de rehabilitación en las inmediaciones del aeropuerto de la propia Ciudad Juárez.
La descontrolada violencia que se ceba contra los internos de los centros de desintoxicación en distintos puntos del país, así como la exasperante falta de capacidad de las autoridades para brindar seguridad a esos sitios, dan sustento a señalamientos como los formulados anteayer por el obispo de Saltillo, Raúl Vera, de que estos episodios obedecen a una estrategia de limpieza social
aplicada contra sectores de la población que son considerados indeseables
. Tales señalamientos tendrían que ser atendidos por el poder público y por la ciudadanía, habida cuenta de que día a día se multiplican los indicios de que la estrategia de seguridad pública vigente no sólo ha fracasado en la contención de las bandas del crimen organizado, sino también ha abierto un margen para el resurgimiento de prácticas como las desapariciones forzadas –ahora disfrazadas de levantones del narco–, y de un accionar de grupos armados que actúan, se dice, bajo las órdenes de los cárteles, que reproduce prácticas genocidas de organizaciones paramilitares que han operado en Centro y Sudamérica.
Al margen de las consideraciones anteriores, los asesinatos en masa referidos conllevan un mensaje claro y alarmante: aquellos consumidores de drogas que se involucren en procesos de rehabilitación están, por ese solo hecho, en peligro de ser asesinados. En el contexto actual de violencia, barbarie y devaluación de la vida humana que recorre el país, las masacres de adictos se presentan como una forma particularmente atroz de contrarrestar los esfuerzos en materia de combate a las adicciones, y de conjurar, en esa medida, una eventual reducción en el mercado de drogas ilícitas en el país.
En un momento en que el enfoque de política global contra las drogas experimenta un giro en sus ejes fundamentales –uno de cuyos rasgos principales es, justamente, la reorientación de los esfuerzos gubernamentales al control de las adicciones– es necesario cuestionar no sólo la pertinencia de la actual estrategia de seguridad pública, sino también el hostigamiento y la estigmatización de que son objeto los adictos en el discurso oficial: lejos de criminalizar en automático a las víctimas de episodios como el ocurrido el pasado martes –como han hecho las autoridades con su insistencia en presentar estos episodios como ajustes de cuentas
entre cárteles– y de colocarlos, con ello, a merced de prácticas de exterminio, el gobierno debe cumplir con su obligación de protegerlos, y para ello es necesario que las autoridades corrijan su visión –superficial y oportunista– de los fenómenos sociales de la criminalidad y el consumo de drogas.