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Homenaje a Javier Barros Sierra, Imagen de mi padre * Cristina Barros Muchas son las imágenes de mi padre que acuden a mi memoria. El esposo que prefería su hogar a cualquier otro espacio; el narrador de los cuentos del león de la selva con que nos entretenía de niños; la de quien me introdujo en el mundo de los astros al enseñarme en los cielos despejados de Santa María, Morelos, el nombre de las estrellas y las constelaciones; la del hombre que encontraba en la música goce y consuelo; de quien entre todos los montes del valle prefería la reciedumbre del Ajusco y entre todos los árboles de su jardín al fresno más joven, precisamente por esa cualidad; el que en las vacaciones familiares caminaba gozoso y reflexivo por la orilla del mar en Cabo Rojo. Al que no podía evitar la tentación de jugar con las palabras practicando lo que llamaba “esgrima verbal”. Al amigo leal. Al joven que desde muy pronto compartió el tiempo consagrado al estudio, con el tiempo dedicado a participar en las luchas estudiantiles. Al servidor público entregado y honesto, que fue y es nuestro ejemplo. A quien amaba a su país y a la Universidad con una pasión intensa y razonada. Al hombre de mirada profunda, matizada por el tenue velo de la nostalgia que deja la muerte prematura de los familiares cercanos. Al abuelo amoroso. A quien fue siempre fiel a sí mismo y no permitió nunca que lo sedujera el poder. Estos son esbozos de mi padre que corresponden a la intimidad.
Son otras las facetas de Javier Barros Sierra que quisiera destacar ahora, pues quizá puedan servir de guía a quienes desde distintas posiciones tienen hoy, que al parecer hemos perdido el rumbo, la responsabilidad de encontrar un camino, un verdadero proyecto de nación que al ser incluyente y justo, nos convoque a todos. Escribía en 1962: “En todo oficio debe haber un cariño, un amor al propio oficio tal, que aparte de la retribución justa que se obtenga por el esfuerzo, anime a quien lo practica una especial pasión por la tarea que realiza. Mediante ese amor, conjugado con la técnica, es como se puede hacer una obra bien hecha”. Y añade: “Yo pienso, si consideramos solamente la tradición enorme que México tiene en las artesanías, que los artesanos mexicanos han sabido hacer bien las cosas, hacerlas con amor, que tenemos ya el grado de responsabilidad y madurez suficiente”. Estas no son las palabras del político común, sino las de un humanista que utiliza términos como amor y pasión para referirse a las tareas que se realizan, y a la tradición y a la cultura como un binomio inseparable, capaz de dar por resultado la madurez, cuyo fruto es una obra que nos da la posibilidad de trascender. Para lograr que un profesional, un técnico, un funcionario entendieran el profundo sentido de estas palabras, Javier Barros Sierra no concebía otro camino que el de la educación, una educación amplia y formativa, en la que las palabras estuvieran apoyadas en ejemplos de vida. Es precisamente a la juventud en formación, a la que dedicó sus mejores esfuerzos como maestro en la Preparatoria Nacional, y en las facultades de Ciencias y de Ingeniería primero; después, como director de la propia facultad y, finalmente, como rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Entendía las cualidades de la juventud, y deseaba intensamente que los padres, los educadores, los gobernantes, estuvieran a la altura de la misión que implica acompañarlos en su formación: “… en mayor o menor grado, toda la juventud se ha sentido iniciadora de la historia; ha negado los valores anteriormente vigentes y ha juzgado con extrema dureza las fallas de los mayores en la empresa de alcanzar la justicia y la felicidad. La juventud actual detesta con toda razón la mentira, la situación y la hipocresía y la retórica vacua (…) es el suyo un desafío a nuestra sinceridad, a nuestra imaginación y a nuestro espíritu de servicio.” Y sobre los jóvenes: “No sobra repetir que quienes renuncian a entender a la juventud de hoy, a sus inquietudes, muy fácilmente caen en la creencia de que los únicos tratamientos que a ella pueden dársele son la represión y la corrupción, sea para neutralizarlos o para utilizarla como instrumento. Se les escapa que la única posibilidad eficaz y válida para no hablar de lo puramente moral, es educarla.” Más adelante, enfatiza: “Se puede corromper a algunos jóvenes en un minuto, reprimir a muchos en un día; pero el proceso educativo no se completa en un mes ni en un año. Nosotros por supuesto –afirma–, hemos escogido el camino difícil. Y la educación debe contener la formación social y política”. Poseer un conocimiento o dominar una técnica no es el verdadero propósito del aprendizaje de una profesión; son tan sólo instrumento para “mejorar la vida humana en una colectividad…” La colectividad que tiene presente es México, y entre las cualidades que requiere un profesional para ser digno de sí mismo y de México, es fundamental la honradez “desde los puntos de vista moral e intelectual”. Se trata de no olvidar nunca “que es obligatorio anteponer la causa del pueblo a cualquier interés egoísta o al provecho personal”. La formación de profesionales, investigadores y técnicos debía darse en la libertad “como un paso esencial para acrecentar el patrimonio material y espiritual del país, y para alcanzar un desarrollo basado en los anhelos colectivos justicia”. Si bien se ha identificado el rectorado de Javier Barros Sierra con el movimiento del 68, asunto de la mayor trascendencia para el México contemporáneo que otros sabrán tratar mejor que yo, en ocasiones se deja de lado la extraordinaria obra educativa que se realizó en la UNAM durante los cuatro años de su gestión. Su visión abarcaba la educación de manera integral, y a una verdadera reforma educativa, en “el contexto de una reforma social más amplia, profunda y total, porque la educación no es, como se ha pensado por muchos, un simple servicio público que en ciertos niveles es gratuito y en otros debe cobrarse. No, la educación debe entenderse en nuestros días, y ¡ay de aquel país que no lo entienda así!, como un factor fundamental para el desarrollo económico y social…” Las consecuencias de no haberlo comprendido están hoy a la vista. No se trata de que las instituciones educativas preparen “como si fueran mercancías, el número preciso, exacto, de personas que se supone van a necesitarse en la abogacía, en la ingeniería, la química, la medicina o la arquitectura”. Sólo lo entenderían así, afirma, los financieros cortos de miras. A quienes consideren que “se destina a las instituciones de educación superior recursos excesivos en comparación con los disponibles nacionales”, se les podría demostrar, agrega, “que si el Estado supiera recurrir a la Universidad en trabajos de investigación y de otra índole, podría recuperar varias veces el monto del subsidio que invierte en la educación superior…” Hoy son más que relevantes sus señalamientos a los gobiernos que no destinan un presupuesto adecuado para las instituciones educativas y que demuestran con sus acciones que no confían en su propio país y en las capacidades de su gente. A 200 años de distancia de la Independencia, parece que renovamos nuestra condición de pueblo colonizado y nos deslumbra un nuevo espejismo, el de una modernización vacía que no corresponde a nuestras necesidades ni tampoco a un proyecto propio. Este país ha ensayado desde su nacimiento múltiples caminos. En algunas cosas hemos acertado; en otras hemos fallado seriamente. Ahí donde hemos fallado, nos ha faltado imaginar y crear caminos, soluciones propias. Es hora de afirmarnos en lo que somos y desde ahí responder con libertad a los retos internos, y también a los del mundo en el que sólo se podrá participar a partir de alternativas distintas y distintivas. Esto podrá logarse en parte a partir de la verdadera democracia dentro y fuera de los recintos educativos. De esta manera se logrará el ideal de Javier Barros Sierra, de que la educación que reciban los jóvenes sea “un arma noble que deben utilizar en la mejor de las formas, conociendo más los problemas de México y adentrándose en su realidad social para prestar un verdadero servicio al país”. * Salvo algunas modificaciones, este texto corresponde al que fue leído en el homenaje a Javier Barros Sierra que organizó la UNAM en 1998, al cumplirse 30 años del movimiento estudiantil del 68. |