ANA GARCÍA BERGUA LAS JERGAS MUERTAS
Cuando yo era una jovenaza, en el presalinato tardío (o el precárlico, como ustedes prefieran llamarlo), estaba muy de moda ser marxista y hablar en jerga marxista, aunque uno no entendiera muy bien qué estaba diciendo. Se suponía que una debía estar comprometida, pero ya no con el novio como en la época de Miguel Alemán, sino con la revolución. A todo lo que pareciera que iba a frustrar el avance imparable de la revolución, aunque fuera nuestra tía Cholita, se le podía acusar de reaccionario. El enemigo era el capital, el novio era el compañero, muchas pachangas se llamaban mítines y los pobres que andaban por la calle con toda indiferencia eran el proletariado. Si uno se quería dedicar a las artes, era un trabajador de la cultura. Si el profesor te decía que eras un burro, lo podías acusar de autoritario. Cualquier vil contradicción era una dialéctica y hasta los suéteres de colores distintos resultaron ser eclécticos. La tarea de cambiar la sociedad era tan apremiante, que uno procuraba adaptar los pequeños sucesos de su vida a aquella labor titánica, gracias a esa jerga que se adaptaba a todo y lo constreñía todo, de una manera tantito comisaria y asfixiante. Yo, ahora mismo, podría parecer una conformista, palabra que también se usaba mucho. Luego a todo mundo le dio por psicoanalizarse y usar palabrejas de las nuevas teorías estructuralistas, aunque nadie entendiera muy bien qué estaba diciendo. El estilo farragoso que tapiaba los escritos de nuestro cuate querido era reflejo de la complejidad de su discurso, y si tiraban el edificio de al lado con cierto orden era porque lo estaban deconstruyendo. El compañero se transformó en la pareja; si te querías merendar al vecino había que hablarle del deseo, y cualquier locura que se le pasara a uno por la cabeza era parte de su imaginario, que bien podía ser colectivo si todos nos imaginábamos al mismo tiempo al coyote persiguiendo al correcaminos (es parte del imaginario colectivo, decían y dicen aún, y yo creo que nadie entiende bien qué está diciendo). Escucho de lejos esas jergas, muchas de las cuales aún subsisten aunque nadie las utiliza ya de manera fanática, gracias a dios, y la verdad me parecen encantadoras. Por lo menos salían de los libros (aunque uno no entendiera bien lo que estaba leyendo, o lo que le contaba su amigo que sí leyó). Eran pretenciosas y cursis, pero añadían palabras al idioma. Ahora ya sólo inventan jergas los brujos de estilo new age y los empresarios. Lo malo es que los libros que leen son muy pobres. Los primeros dicen cosas muy raras. El otro día escuchaba a una señora en la radio comercial que se presentaba como profesora de metafísica. Decía que había una ley, creo que la séptima (no sé de qué), la cual señalaba: "Arriba es abajo y un lado es el otro lado", todo para defender que la migraña era una manera de huir de la realidad (¡pero qué manera, vamos!) y que con ponerte a ordenar un cajón se te quitaba el dolor de cabeza. Los profesores de metafísica de la radio ya ni siquiera leen a Aristóteles, si acaso antiguos libros de alquimia y autoayuda que venden en las librerías esotéricas (y ni así los han de entender). Pero miren ustedes: mientras los cultosos del mundo leían y repetían palabrejas biensonantes como pericos avispados, la gente de negocios se afanaba en hablar rápido para poder tratar con unos marchantes estadunidenses impacientes. Para ello se inventaron unos verbos bárbaros que ahora se escuchan por doquier. Ya nadie trabaja bien: todos optimizan, que es una manera de trabajar, pero buscando la perfección absoluta. Yo le puedo pedir, por ejemplo, a la señora Lupe que trabaja en casa de entrada por salida (outsourcing, le llaman ahora), que por favor optimice la sopa de verduras, para que me sepa a gloria todos los días, aunque venga de malas. También la gente eficienta y maximiza. Pero si estoy echando más caldo para eficientar y maximizar estos frijoles, por ejemplo, me podría contestar la señora Lupe, muy empoderada ella. Con esas palabrejas, y otras muchas que han creado los fanáticos de la computación (como accesar, que podría ganar el premio de las Orejas de Burro de Oro a la palabra nueva más inútil del castellano), no sólo han reducido nuestro pobre idioma, sino que lo han hecho sonar idiota, con palabras que dicen lo mismo que las que ya existían, para sonar a corto y eficiente, eso sí, no se vaya a enojar el jefe, y no vaya a tener que leer y escuchar mucho (aunque ya no entiendo nada de lo que digo). |