VERÓNICA MURGIA CRUZADA
Desde que se anunció la película Cruzada, de Ridley Scott, un título alarmante si los hay, me puse a releer todos los libros que hay en mi biblioteca sobre el tema. No sé por qué lo hago. Creo que para pelearme a gusto con el filme, como lo hicieron los devotos de El señor de los anillos y de Harry Potter. Antes de irse al cine, estas almas leales se ponen a leer nomás para constatar minuciosamente cómo los directores les dan en la torre a sus novelas favoritas. El caso de Cruzada me inquieta porque el tema tiene una dolorosa actualidad y no es novela. Admiro a Ridley Scott y me gustaría llevarme la sorpresa de que el asunto fue tratado con seriedad. No está el horno para bollos. Hace muchos meses que las cuotas de propaganda estúpida contra los árabes se han llenado. Y si no se trata con seriedad, que se trate con justicia. El mejor documental que he visto en mi vida sobre las Cruzadas es una pieza absolutamente hilarante, filmada en el año 2000. Fue dirigido por Terry Jones, el brillante actor de Monthy Python. Ver a Jones tambaleándose vestido con una pesada armadura normanda (casi veinte kilos), imitando a los cruzados bajo el inclemente sol sirio, es una visión deliciosa. Pero Jones es un tipo extraordinariamente culto y no se limita a hacer bromas. Este documental, que si de mí dependiera estaría en todos los cines un día a la semana, incluye entrevistas de lo más reveladoras con un montón de historiadores, entre ellos el diáfano Stephen Runciman, la más respetada autoridad europea sobre la cuestión, quien no vacila en llamar a los cruzados "bárbaros", "brutales" y "fanáticos". No voy a abundar acerca del uso desdichado que el presidente Bush ha hecho del término Cruzada, y que ha revelado hasta qué punto se parece pero en versión cobarde al tropel de homicidas que infestaron el Medio Oriente después de asesinar a miles de cristianos y judíos en su camino por Europa. Porque eso sí, eran horribles, pero fueron ellos mismos los que hicieron la guerra. Y en la primera Cruzada casi todo el elenco hizo gala de un valor muy cercano a la locura. El único cobarde fue Balduino, hermano del duque Godofredo de Bouillon, el conquistador de Jerusalén. Balduino era un tipo tan mañoso y artero, que hubiera encontrado en la política de este siglo su lugar natural. Por suerte lleva cientos de años muerto. En algún momento del siglo X el cronista Guibert de Noguent recogió en su cronología la historia de una mujer, que ahora sería Condoleeza Rice, quien partió de su aldea a la Cruzada, seguida por una oca "instruida en no sé qué escuela y haciendo más de lo que es natural a un animal desprovisto de razón". El papel de la oca lo está representando ahora, naturalmente, el inefable presidente de los Estados Unidos. Para que muchos decidieran arriesgar la vida detrás de dicho pato, sólo hicieron falta los llamamientos histéricos del papa Urbano en el Concilio de Clermont y una especie de paquete de alicientes fiscales, ya que "los cruzados estaban exentos de impuestos y no podían ser perseguidos por deudas durante su viaje". Como vi a Orlando Bloom en la tele, diciendo que su personaje se llama Balean de Ibelin, decidí buscar al señor de Ibelin en las crónicas. Aparece, gracias a los relatos de Guillermo de Tiro, un medieval de lo más descarado y por lo tanto creíble, cuando el espejo de príncipes, Saladino, recupera Jerusalén para los musulmanes, ¡perdonando la vida a los cautivos y liberando a los esclavos! Dice uno de mis historiadores, M. Michaud, un hombre al que no se le puede acusar de imparcialidad, cristiano y antiárabe: "Muchos escritores modernos [el libro de Michaud fue redactado a finales del siglo XIX] han comparado la generosa conducta de Saladino con las repugnantes escenas que señalaron la entrada de los primeros cruzados en Jerusalén, pero no debe olvidarse que los cristianos ofrecieron capitular." ¡Qué virtuosos! Michaud se explica el salvajismo de los cruzados porque estaban lejos de sus casas, y les reprocha a los árabes haber defendido valerosamente sus vidas y propiedades en fin. Balean de Ibelin sí existió. Tuvo la suerte de vivir al mismo tiempo que un gobernante sagaz y caritativo, como Saladino. Dante pone a este príncipe extraordinario en el Purgatorio, porque a pesar de ser musulmán, no podía ponerlo en el Infierno. Si Ridley Scott pone en la película algo distinto, seguramente se me atorarán las palomitas en el pescuezo. Ya veremos. |