DOS HORAS CON EL CHE GUEVARA HACE CUARENTA AÑOS Texto y fotos de Rodrigo Moya EN LOS PRIMEROS DIAS DE AGOSTO DE 1964, CUATRO PERIODISTAS MEXICANOS FUIMOS RECIBIDOS POR EL COMANDANTE ERNESTO CHE GUEVARA EN LA SALA DE JUNTAS DEL BANCO DE LA REPUBLICA, DEL QUE ENTONCES EL ERA DIRECTOR. Había solicitado esa entrevista en compañía del reportero Froylán Manjarrez y el caricaturista Eduardo del Río. Nuestra idea, para la cual teníamos patrocinador seguro, era realizar un libro que se llamaría Cuba por tres, donde se conjugarían los textos ágiles de Froylán, las certeras caricaturas de Rius, y lo que yo pudiera captar con mi cámara. Es decir, un libro en el cual la escritura, la caricatura y la imagen fotográfica periodísticas pudieran dar cuenta, desde un punto de vista documental y al mismo tiempo ligero, del devenir de la revolución cubana en aquellos años en que se consolidaban sus logros, como también las amenazas y los riesgos que se cernían sobre ella. Cuando volvimos a México, nuestro seguro y millonario patrocinador había fallecido repentinamente, y el libro no se hizo. Sin embargo, esa experiencia alimentó a Rius para publicar poco después su divertido Cuba para principiantes, que tuvo un tremendo éxito a mediados de los años 60, y empujó a la idea socialista y a la solidaridad con Cuba a miles de jóvenes idealistas. De 15 minutos a dos horas Fue una guapa miliciana, armada con una Makarov 9 milímetros y un ceñidísimo pantalón verde olivo, la que una tarde, intempestivamente, nos informó en el Hotel Nacional, a la hora de la siesta, que la entrevista estaba concedida. El comandante Guevara nos recibiría de inmediato, exactamente a las cinco de la tarde, por 15 minutos estrictos. Lo que era un sueño, de pronto era una realidad. Brincamos del sopor del agosto cubano sin aire acondicionado, a un Cadillac de los años 50, acompañados de Juan Duch, quien como miembro destacado del Partido Comunista Mexicano (PCM) y colaborador como nosotros en la revista Sucesos, quedó de alguna manera incluido en esa reunión solicitada por el grupo original desde semanas antes. Tuvieron suerte -nos comentó la miliciana que se acomodó en el asiento delantero al lado de Juan-, el comandante canceló su reunión con los delegados del Partido Comunista Chileno, porque Chile acaba de romper relaciones con Cuba, y les concede ese tiempo a ustedes. Pero ya saben, agregó, sólo 15 minutos, les ruego que sean concretos, compañeros, el comandante tiene repleta su agenda y aún le quedan muchas citas con comisiones de África. Ustedes son los únicos periodistas que ha decidido recibir durante estas celebraciones del 26 de julio. Destino trazado Los anunciados 15 minutos se convirtieron en dos horas de charla relajada, en la que pude fotografiar a mis anchas a ese hombre que ya en ese entonces era un personaje legendario. Tres meses después de aquellas fotos logradas con la poca película que llevaba, el Che Guevara desaparecería paulatinamente del panorama político de Cuba e iniciaría el camino que lo conduciría, después de un agitado periplo por cuatro continentes y casi un año de trágicas escaramuzas guerrilleras, a su asesinato en una escuelita rural de la sierra bolivianas. Desde finales de 1964 hasta su muerte, el Che se convertiría en el enigma más perseguido por la prensa internacional, en la presa más codiciada por los servicios criminales de Estados Unidos, y en un héroe para los hombres y mujeres rebeldes de todo el mundo. Visto a 40 años de distancia, tengo la certeza de que mientras el Che platicaba con nosotros, en su cerebro ya estaba fraguada la determinación de dar por cumplido su papel en la revolución cubana, y salir a otras regiones a luchar por el socialismo con las armas en la mano. Difícil pensar que en el mismo agosto del año siguiente estaría combatiendo en el Congo al mando de una brigada cubana, y que en poco más de tres años ascendería al Olimpo de los inmortales, al caer en su guerra imposible contra el imperio de nuestro tiempo y sus variopintos lacayos latinoamericanos. El sabía que moriría pronto en tierras inhóspitas, lejos de su amada Cuba, y sin embargo nos contaba anécdotas y respondía nuestras preguntas con la serenidad de un ciudadano cualquiera. Lector de Los Agachados La cancelación de la reunión entre el Che y los chilenos nos favoreció para entrar en su agenda aquella tarde de agosto; pero también contó el hecho de que entre aquellos tres jóvenes periodistas que habíamos solicitado hablar y fotografiar al Che, estuviera el ya célebre Rius. Resulta que el Che Guevara leía Los Agachados cada semana, y según nos comentaría después, era lo primero que buscaba cuando llegaba la valija diplomática desde México, cargada de periódicos y revistas. El comandante Guevara entró en la sala de juntas con un puro en la mano, con las botas negras relumbrantes y su atuendo de soldado raso planchado y limpio, pero sin insignia alguna. Dijo que en su ministerio se ofrecía solamente lo que en las casas cubanas, agua fresca y un "buchito" de café cuando lo había, y nada más. Aquí vivimos como cualquier cubano, sólo que con un poco más de trabajo, dijo sonriendo, y con un tono cordial que rompió de inmediato cualquier solemnidad, preguntó: "¿quién de ustedes es el tal Rius?" El dibujante se puso rojo como un tomate, movió incontables veces la cabeza de un lado a otro, y al final se señaló el copete. Creo que por lo menos media hora de la charla versó sobre los personajes de Eduardo, en los cuales el Che era un erudito. Y creo también que por eso firma sus créditos en algunas de sus historietas como "el tal Rius". Charlas cruzadas La charla en la sala de juntas tuvo dos vertientes, a ratos encontradas. Por un lado, el deseo evidente del Che de conversar con jóvenes periodistas colaboradores en una publicación como Sucesos, que en esos años abordaba los problemas nacionales y empezaba a ocuparse de los movimientos armados en América Latina, dándonos entrada para que, sin necesidad de complicadas preguntas, él llevara la voz, contara anécdotas y expresara sus ideas sobre la necesidad de "globalizar" la lucha antimperialista; pero, por el otro, el querido Juan Duch, periodista y militante del PCM, íntegro a más no poder, pero de corbata y protocolo acorazado, era un entusiasta usuario del lenguaje eclesiástico de las viejas guardias. Inteligente, cultísimo e impecable escritor, intervenía a cada rato con hiperbólicas preguntas que a ojos vistas impacientaban a nuestro interlocutor, quien contestaba cualquier cosa y luego derivaba bruscamente a la conversación que insistía en sostener principalmente con los jóvenes informales. Ver más que escuchar Como fotógrafo, los primeros minutos me sentí agobiado por los problemas técnicos que me planteaban la escasa luz mercurial del interior, la película lenta que llevaba y el fuerte contraluz de una ventana de persianas contra la cual se sentó el Che a la cabecera de la mesa. Con contadas placas en mi cámara y todos apiñados en una mesa larga escuchándolo, preferí esperar a que nos despidiera al terminar los supuestos 15 minutos sentenciados por la miliciana, para tomar unas fotos en el pasillo de grandes ventanales por donde habíamos entrado. Pero esa tarde
el Che estaba de vena
platicadora,
y sentí que la reunión se prolongaría; entonces
tuve tiempo de
reflexionar mi estrategia fotográfica y trabajar calmadamente
con los
pocos elementos que poseía. Me senté en la cabecera
opuesta a la del Che,
e instalé un telefoto corto en mi cámara de formato
medio. Apoyando
sólidamente el aparato sobre la superficie de la mesa, ausente
de la
conversación y atento sólo a las expresiones y
movimientos del Che a
través del visor de la cámara, percibí más
cerca que nadie sus gestos y
movimientos. Mi cerebro, en estado de alerta como el de una
araña tras
los imperceptibles movimientos de una presa, captó en sus
más íntimos
matices los rasgos notables de su rostro, sus posturas como de acecho
cuando hablaba, o de concentración cuando con un lapicero
trazaba
esquemas que reforzaban su narración. Seguí los
movimientos repetidos
de sus manos al prender el fósforo y darle lumbre una y otra vez
al
tabaco. Me sorprendí al descubrir esas manos que más
parecían las de un
artista que las de un hombre diestro en el manejo de las armas, y sobre
ellas enfoqué varias de mis tomas. Supe que estaba viviendo una
oportunidad única, sin la posibilidad de disparar más
fotos de las
pocas que llevaba, y fui en extremo cuidadoso en la exposición y
el
foco. Al final de la primera hora disparé la última
fotografía, y
entonces sí pude escuchar y participar, con el entendimiento
abierto,
en los vericuetos de una conversación en dos sentidos entre una
cuarteta de periodistas mexicanos, y un hombre universal.
Nota:
Las fotografías publicadas en este reportaje aparecerán
en el libro Foto insurrecta,
que resume el trabajo que Rodrigo Moya desarrolló entre 1955 y
1968
como fotógrafo independiente al servicio de diversas
publicaciones de
la época. El libro es editado por Ediciones El Milagro, con
investigación histórica e iconográfica de Alfonso
Morales y Juan Carlos
Arracoechea, y presentación del escritor Carlos Montemayor. Foto
insurrecta
se presentará el próximo diciembre, paralelamente a una
exposición con
el mismo nombre que curará el propio Alfonso Morales en el
Centro de la
Imagen.
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