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México D.F. Martes 23 de diciembre de 2003
Robert Fisk
La imagen de Saddam aún acosa a Bagdad
Bagdad. No puede uno librarse de Saddam Hussein. El día comienza con otra bomba en la persistente grisura invernal de Bagdad. Una oficina que pertenece al Supremo Consejo de la Revolución Islámica en Irak (SCRII) -organización que no es suprema ni, por lo que se ve, está en verdad dedicada a la revolución- ha sido volada en pedazos. Adentro vivían cuatro familias y un hombre pereció. El SCRII es odiado por muchos sunitas, por una sencilla razón: durante la guerra con Irán, de 1980 a 1988, muchos militares pertenecientes al partido Baaz, capturados por fuerzas iraníes, fueron interrogados y torturados en Irán por exiliados iraquíes chiítas miembros de dicha organización. Hay cuentas que saldar.
Encuentro una parvada de clérigos parados entre los escombros. Es un patético montón de concreto barato y bloques amarillos con algunos espejos y tapetes apenas visibles debajo de las ruinas. Se le había usado como escuela religiosa y más tarde algún genio decidió colgar un letrero que anunciaba que sería una oficina de las Brigadas Badr, la milicia del SCRII. Así pues, la guerra Irán-Irak -otro de los grandes pecados de Saddam- sigue cobrando víctimas.
En busca de un respiro me dirijo al mercado de libros en el que las personas cultas de Bagdad escudriñan hileras de volúmenes empolvados y algunos hasta malolientes, desplegados sobre cartones tendidos sobre pavimentos lodosos. En ese mercado se puede comprar de todo: exégesis del Corán, carteles del mártir Hussein, La guerra y la paz en ruso, obras de la actriz y escritora inglesa Joan Collins en edición de bolsillo, novelas de espías de John Le Carré; Nicholas Nickleby, de Dickens, en edición original de Penguin, la filosofía de C. M. Joad, incluso una colección de discursos de Stalin en 12 volúmenes, preparada por el Partido Comunista de Gran Bretaña.
Pero la cara que me sale sonriendo burlonamente al paso es la de Saddam Hussein. Libros de exiliados, prohibidos durante mucho tiempo; nuevos libros escritos en árabe por antiguos burócratas -Yo fui doble de Saddam es mi favorito-, hasta un ejemplar pirata de Saddam, de un tal Patrick Cockburn* . Pero la verdadera atracción son los volúmenes de la era de Hussein, el montón de pretenciosas e intrascendentes ediciones que alguna vez producía el Ministerio de Información.
Hay viejos ejemplares del periódico Al Goumhouriya con discursos interminables del "luchador-líder"; está Irak 1990 -compilado por el último ministro del Exterior del gobierno derrocado, Naji al-Hadith-, con una foto del sonriente rais luciendo un juego de pañuelo y corbata color carmesí, y un largo artículo con falsas argumentaciones para justificar la guerra con Irán. Está Saddam Hussein, o el futuro de Irak, de Fouad Matar, con sus siempre reveladoras fotografías del hombre que salió de un hoyo hace una semana: Saddam encendiéndole un puro a Tito, tomando de las manos a Leonid Brezhnev, sentado en un jeep con Fidel Castro, abrazando a Arafat, besando al rey Hussein, mirando con desconfianza al hoy fallecido presidente sirio Hafez Assad; con el rey Fahd, con el finado emir de Bahrein, con el ex presidente Boumedienne de Argelia, con Semieman Demirel de Turquía y -otra favorita- depositando un casto beso en la mejilla de un joven Jacques Chirac.
Son fotografías que fascinan, que ejercen una obscena atracción.
Saddam Hussein imperó mucho tiempo, causó mucho horror y durante años fue nuestro amigo, y estas fotografías son ahora nuestro fúnebre banco de memoria. Lo único que falta es el apretón de manos con Donald Rumsfeld. Levanto los números viejos de Alef Bah -"AB"-, que llevan fotos de Hussein. En una levanta la mano para saludar a una multitud imaginaria afuera del hotel Palestina -escenario del derribamiento de su estatua por los estadunidenses 24 años después-, en otra está relajado en un sofá frente a un igualmente relajado Kofi Annan (el año es 1998), en otra sonríe desde la ventanilla de un auto, luciendo un sombrero de astrakán; otra lo muestra en el museo militar acariciando una espada (tocado misteriosamente con un sombrero de fieltro), y por último en escena, con uniforme de general brigadier, con un sash blanco en torno al cuerpo. Sus 30 años en el poder fueron motivo de un número especial cubierto de rosas, en el que Saddam aparece en traje formal.
Compro, pues, una selección de este espantoso material y le pregunto a Ali Kaseem por qué lo vende. "Tiene cierto interés para nosotros", responde. "Hay estudiantes en Bagdad que investigan estas cosas y quieren los libros originales. Hay personas que sufrieron, a quienes les ejecutaron a sus seres queridos, que quieren entender qué fue lo que tuvieron que sufrir. Y hay periodistas como usted..."
Poco más allá, un montón de ediciones árabes de la revista Newsweek yace en el cartón húmedo; traen en la portada el rostro desencajado de Saddam Hussein tras la captura. Me acerco a un hombre que escudriña ese rostro, un hombretón que lleva chamarra de cuero y dura mirada, quien, después de verme un momento, toma con todo cuidado puntería hacia la foto. Su escupitajo pega en la nariz de Hussein. * Colega de Robert Fisk en The Independent. © The Independent Traducción: Jorge Anaya
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