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México D.F. Miércoles 4 de junio de 2003

Arnoldo Kraus

La muerte no duele

La muerte no duele. Lo que duele, y duele mucho, es la vida. El muerto ignora que ha fallecido y que su vida ha terminado. La conciencia, la vigilia, el tiempo, la luz, entre otros, son, cuando llega el fin, bienes intangibles. Duele el dolor por saber que llega el fin y lastiman las heridas propiciadas por la enfermedad. Duelen el vacío y lo desconocido. La idea de la muerte envuelve la peor de las certezas: la incertidumbre. Angustian también el temor que se encierra en el mundo de lo habitado, el desconcierto inherente al proceso del morir y el saber que las cosas buenas de la vida ya nunca se verán. Todo lo anterior hiere y amedrenta, pero el acto en sí no lastima.

Los rictus de dolor o de paz son materia -y necesidad- de los vivos -"murió con una sonrisa en la boca"- pero no de los muertos. El cuerpo y el peso de la muerte no hieren al difunto, no lo atemorizan. Ya no se está. Ya no se sabe. Ya no se siente. No se es consciente de la muerte, de la propia muerte. La inconsciencia es una de las ventajas del morir. La otra, para algunos, es dejar de vivir. La mayoría de los pacientes terminales que saben que pronto fallecerán temen al proceso y a sus circunstancias, pero no a la muerte como tal.

La muerte es asunto de los vivos y de los seres humanos: los animales no tienen conciencia de la muerte. Los humanos sí. Esa diferencia, saber que la existencia es finita, es uno de los motores fundamentales de la vida y es la razón de la mayoría de los movimientos de nuestra especie. Sin la conciencia de la muerte es posible que muchas de las empresas y maniobras que realizamos carecieran de sentido. Incluso, tiempo y destino, presente y futuro, podrían ser circunstancias efímeras e intrascendentes. Lo mismo podría decirse de la reproducción, del trabajo, de los calendarios. La muerte da significado a esas circunstancias y a la mayoría de las actividades de los seres humanos. Y no sólo da significado a la vida y a sus avatares, sino que modula un buen número de nuestras actividades, así como la libido de la existencia. Bajo esa perspectiva, la muerte tiene sentido: no sólo da razón a la vida, sino que la construye y la forma, la despierta y la convierte en deseo. Por eso, para algunos, pensar la muerte es pensar la vida. O mejor aún: el sentido de la vida se labra cuando la muerte se incorpora a la vida.

Muchos de esos decesos -"los que se trabajaron en vida"- son muertes llenas de vida, de compromisos concluidos y plenos de encuentros. Quizás esos fines sean menos dolorosos, menos tormentosos, menos vacíos que los que llegan cuando la vida ha sido mero trámite, mero accidente.

"La filosofía de la muerte es una meditación sobre la vida", solía decir Vladimir Jankélevitch. Y al revés: filosofar acerca de la vida es meditar sobre la muerte.

ƑSirven de algo estas cavilaciones? ƑSirve escuchar a quienes pronto morirán? Sí: las muertes de otros pueden dar sentido a la existencia propia y pueden imprimirle valores distintos a los que solemos vindicar y cultivar en Occidente. El problema es que en las sociedades occidentales, donde tecnología y despersonalización han sepultado toda cavilación, incluyendo la que vincula vida y muerte, el dictum de Jankélevitch es irreal: no se medita acerca de la existencia, no se reflexiona acerca de la muerte. La experiencia de los monjes tibetanos, que tuvieron que abandonar su tierra -el exilio forzado es otra forma de morir- tras la invasión china, demuestra el divorcio entre la tecnología y la meditación acerca del binomio vida-muerte, pues su sorpresa fue mayúscula cuando comprobaron que los recursos científicos y tecnológicos no sólo no facilitaban la comprensión de la muerte, sino que fomentaban su negación.

Un sello distintivo de Occidente, aparejado a los bienes que la modernidad y la bonanza acarrean, es haber esterilizado y alejado el fenómeno de la muerte. Difícil sopesar la magnitud de este divorcio, que, aunque carece de consecuencias materiales, sí las tiene en el ámbito personal y comunitario.

Es cierto: la muerte no duele. Lo que duele, y duele mucho, es la vida. Montarse en ella, en el maravilloso tejido de la existencia, a partir de la idea de la muerte, mejoraría, al menos "un poco", la condición humana.

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