Arnoldo Kraus
Vejez y modernidad
Con el tiempo, el concepto de vejez se ha modificado. En la Edad Media se era viejo a los 35 o 40 años, mientras en la actualidad, en la mayoría de los países desarrollados, se considera viejos, a pesar de que muchos no lo aparenten, a las personas mayores de 70 años. Hace cinco siglos, el promedio de vida era menor y probablemente se moría con menos dolor espiritual y con más "normalidad". Asimismo, en las naciones ricas, la esperanza de vida ha aumentado paulatinamente: para los hombres es de 75 años y de 80 años para las mujeres. Suponiendo que es mejor morir viejo que joven, el incremento en la cantidad de personas mayores de edad y en el número de décadas que ahora viven, a simple vista parecería un logro de la sociedad, de la ciencia y de la tecnología. En Occidente, sin embargo, esperanza de vida no es necesariamente sinónimo ni de calidad de vida ni de felicidad.
Un ejemplo rápido que demuestra la dicotomía entre el progreso científico y la realidad de muchos ancianos habitantes de países ricos, es que para muchos de ellos la soledad, los dolores físicos y las mermas espirituales -Hegel se equivocó cuando decía "que las heridas del espíritu curan sin dejar cicatrices"- no son confrontados adecuadamente, a pesar del avance de la tecnología y de la miriada de invenciones médicas y farmacológicas.
Un ejemplo más complejo es el incremento constante, en la mayoría de los países del primer mundo, de las tasas de suicidio en ese segmento de la población. ƑHuir hacia la muerte o huir de la vida inmisericorde? Aunque crudo, y a pesar de que estorbe las moralinas religiosas, el término suicidio liberador debe confrontarse.
Otra diatriba que demuestra que no todo lo que le sucede al viejo es por viejo, es la diferencia entre las poblaciones de ancianos en algunas comunidades de países pobres cuando se les compara con las de los ricos. Mientras en las segundas la suma del "tiempo rápido" de la mercadotecnia, del poder económico, del uso de la tecnología y de todo lo que conforma la modernidad hace de los viejos una población inútil, cuyo retrato es la suma de anomalías y pérdidas, en las primeras el valor espiritual, el consejo, la sabiduría acumulada y la imagen del pater (o mater) familia siguen siendo cualidades primigenias.
Huelga decir que la inutilidad a la que se condena a los viejos occidentales es un círculo perverso, transformándolos en seres dependientes -la pérdida de autonomía es sin duda una de las peores vejaciones a las que se somete al anciano- y carentes de presencia -familiar, intelectual, social. Agrego que las circunstancias anteriores aumentan la soledad, la desesperanza y, por supuesto, la pulsión de vida. En palabras simples una conocida me explicaba que su madre se quejaba de que "a diferencia de lo que sucede con los jóvenes, a los viejos nos sobra tiempo". Parecería que en Occidente prohibir la libido en el viejo es una finalidad: el silencio no estorba.
La invención de la senilidad occidental, para muchos, quizá para la mayoría, ha sido un experimento crudo en el que no han corrido en paralelo, como escribí, longevidad y calidad de vida. En tanto que en algunas comunidades del tercer mundo sigue siendo real que los viejos son útiles -educan a los menores-, que su presencia es bienvenida -viven en familia-, y cuya experiencia es apreciada -su historia y conocimiento son reconocidos-, en Occidente sucede lo contrario.
Además, en ambos mundos las muertes son distintas. Mientras unos fallecen en el hogar, acompañados de los suyos -por la historia que fundó las vidas de todos-, y el entierro y el duelo tienen sentido, pues el fin es considerado la coronación de la vida, esas mismas percepciones son infrecuentes en Occidente.
Entre los bienes de la modernidad, o como se les quiera denominar, el divorcio y la soledad de la vejez son evidentes. Tanto la muerte social como la biológica en el primer mundo han cambiado conforme sabiduría y conocimiento se han multiplicado. Los paradigmas planteados por estos desencuentros -saber profundo, soledad profunda- no sólo se encuentran en el abandono y el aislamiento, sino en los cercos que plantea la modernidad, donde los ancianos transitan preñados por la idea de inutilidad.