Carlos Martínez García
Canonización fast track
Primero se tomó la decisión de canonizarlo a como diera lugar y después se acomodaron las piezas para respaldar con supuestas pruebas históricas su existencia y milagros. Los encargados de llevar a buen fin la causa de Juan Diego hicieron lo que los buenos historiadores no deben hacer. Recurrieron a lo que E. H. Carr, en su clásico ƑQué es la historia?, llama el método de tijeras y engrudo (Ƒcómo denominarlo en la era cibernética?), consistente en recortar de aquí y allá y pegar lo recortado para que aparezca como un todo armonioso para así demostrar lo que a uno le venga en gana.
Parece que ya nada detendrá la canonización de Juan Diego y, si la salud se lo permite, Juan Pablo II vendrá a México en los últimos días de julio para encabezar la ceremonia religiosa que declarará al que dicen fue indígena natural de Cuautitlán como integrante del santoral católico romano. La aplanadora canonizadora se mueve a todo lo que da y no se anda con miramientos hacia quienes, desde adentro de la misma institución eclesiástica, hacen llamados a tomar el expediente con más calma y se declare una moratoria en el asunto para revisarlo cautelosamente.
El lunes apareció en Il Giornale un artículo de Andrea Tornielli, periodista experto en asuntos de la Iglesia católica, en el que se refiere a una misiva enviada el 3 de diciembre pasado al secretario de Estado del Vaticano, Angelo Sodano, en la que cuatro clérigos de nuestro país cuestionan una de las columnas que sostienen el culto popular a la Virgen de Guadalupe: "La existencia del indio Juan Diego no ha sido demostrada, podríamos obtener muchas firmas de eclesiásticos preparados, así como de laicos intelectuales que avalan esta carta, pero no queremos provocar un inútil escándalo, simplemente queremos evitar que disminuya la credibilidad de nuestra Iglesia". La epístola está firmada por Guillermo Schulenburg, abad de la Basílica de Guadalupe de 1963 a 1997; Carlos Warnholtz, ex arcipreste del templo; Manuel Olimón Nolasco, historiador y catedrático de la Universidad Pontificia de México; y Esteban Martínez, ex director de la Biblioteca de la Basílica (nota de José Antonio Román, La Jornada, 22/I/02).
La mayoría de las notas periodísticas de ayer se fueron por el lado de subrayar la oposición de Schulenburg a la canonización de Juan Diego. Algunas recordaron que en 1995 y 1996 la postura del entonces abad escandalizó a las cúpulas católicas y fue comidilla en los medios que resaltaban el doblez de ánimo del encargado de fungir como guardián de la fe guadalupana. Por un lado -recalcaban- estaba al frente de la Basílica que alberga la imagen a la que millones de mexicanos y emxicanas le rinden culto, y por el otro negaba la aparición de la Guadalupana a Juan Diego. Entonces, y ahora, Schulenburg defendió y defiende que se puede ser guadalupano sin necesariamente creer en la teoría aparicionista. Ese es un asunto que se lo dejamos a los conocedores de cómo se acepta un acto de fe dentro de la Iglesia católica.
Lo que aquí nos interesa es que junto con Schulenburg firma la carta de diciembre un sacerdote e intelectual católico que debieran escuchar más detenidamente los acelerados canonizadores, nos referimos a Manuel Olimón Nolasco. Si la crítica de Schulenburg es vulnerable, porque como dicen sus adversarios éste nada dijo públicamente sobre sus objeciones a Juan Diego durante 33 años, sino que se dedicó a vivir muy bien gracias a las millonarias limosnas que deja el culto guadalupano, en cambio la trayectoria como docente, autor y pensador católico del padre Manuel Olimón Nolasco lo habilita para tener una voz que difícilmente puede ser calificada de enemiga e interesada en dañar a la institución eclesial. De nuestra parte no compartimos la caracterización que Olimón Nolasco ha hecho del liberalismo mexicano, en particular del juarismo y el laicismo predominante en el país (cfr. sus escritos en el volumen Libertad religiosa, derecho humano fundamental, Imdosoc, 1999), pero la disensión está lejos de ser un obstáculo en estos momentos para reconocer la entereza del sacerdote que va a contracorriente de los jerarcas de la Iglesia católica, tanto nacionales como en Roma.
Por desgracia para un intercambio de opiniones y debate civilizado, la andanada contra los firmantes de la misiva decembrina se está centrando en el más conocido de todos ellos, Guillermo Schulenburg. Incluso se han externado críticas que buscan explicar todo como fruto del enojo de un personaje de orígenes europeos, el ex abad, porque un indio, Juan Diego, va a ser llevado a los altares. No es que de súbito se hayan convertido a la causa de los pueblos indios, lo dicen, de manera oportunista, quienes con su verticalismo y jerarquización excluyente marginan a los indios de la participación plena e igualitaria en la Iglesia católica. Hay voces como la de Antonio Roqueñí, integrante de la Arquidiócesis de México, que atribuyen las ideas de Shulenburg a la senilidad: "es una cualidad de los ancianos la terquedad: insistir y volver a insistir en sus posturas, aunque estén completamente rebasadas" (Milenio Diario, 22/I/02). Más vale que don Antonio haga bien sus cuentas, porque, si no me equivoco, Juan Pablo II tiene más edad que Shulenburg. En fin, una negociación fast track, la del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, ha dejado su cúmulo de estragos en la economía del país. En la canonización fast track los beneficiarios serán las jerarquías católicas y los medios electrónicos que ya se están disputando la exclusiva.