Lunes 7 de enero de 2002
La Jornada de Oriente publicación para Puebla y Tlaxcala México

 
Tauromaquia

Valor es el tema

n Alcalino

Más que una virtud añadida, el valor debiera ser requisito indispensable en todo aquel que viste de luces, condición mínima exigible al torero sin lo cual le sería del todo imposible ejercer su oficio. Pero la realidad es alérgica a una lógica tan plana y a cada paso nos va convenciendo de que el valor es una fórmula compleja, mucho más química que física, cuya distribución y proporciones varían no sólo entre torero y torero sino entre uno y otro toro y hasta entre diversos momentos o distintas épocas de un mismo lidiador. Sin descontar que hasta el más lego de los aficionados ha podido distinguir siempre toreros poderosos, toreros de arte y toreros que han sido y son dechados de valor en el sentido más directo y crudo de la palabra. Una reflexión de siempre, nunca agotada, poderosamente fresca, a la que la terna que actuó en la corrida de Año Nuevo ha terminado por devolvernos.
El Pana. Pozo agotado hoy día, el pintoresco Rodolfo Rodríguez fue en sus comienzos un diestro denodadamente valeroso, cuyo dominio sobre las reses era siempre inferior al extraño poder de sugestión ejercido sobre los públicos. Lejanas están ya las imágenes de una presentación suya en la feria tlaxcalteca del 71, arrolladoramente triunfal aunque unida en la memoria al cornadón que allí mismo sufría a los pocos días. Otro salto en el tiempo -y mucho sufrimiento anónimo- nos devuelve al apizquense como la sensación novilleril de 1978, capaz de llenar la México en tardes sucesivas con un estilo audazmente provocativo mientras çngel Majano y César Pastor, sus compañeros de entonces, mantenían vigentes los principios del toreo ortodoxo. Hasta que un marrajo de Almeya le volvió a romper la femoral, lo que unido a la deficiente técnica muletera del Pana lo fue relegando, a partir de una alternativa sin brillo y la animadversión de las figuras, por quienes se decía boicoteado. El resto ha sido una lucha a contracorriente, entre esporádicos destellos de una nunca perdida originalidad, y restos de un valor cada día más escaso. Nada que no haya tenido confirmación la tarde de su despedida poblana, lo mismo en la faena que se le premió con una oreja sólo justificable porque se trataba de El Pana que durante el penoso calvario a que lo orilló el geniudo cuarto, sin alcanzar a menoscabar, pese a los dos avisos, la emotividad del adiós.
Arroyo. Ya mencionaba el lunes anterior que Rubén Arroyo surgió como un novillero de gran aguante, y cómo éste se fue diluyendo entre percances e indecisiones varias. El martes, al sentir que la tarde de su alternativa se le escapaba, el muchacho hizo un esfuerzo de memoria activa y, pese a las inciertas embestidas del sexto de Atlanga, intentó un extemporáneo retorno al primitivismo de los ciegos parones. Lo que nos devolvió fue la imagen de un diestro sin destreza, a merced de un enemigo superior a sus fuerzas. Del encontronazo brutal con la realidad salió muy mal parado. Y con un futuro lleno de brumas.
Barrera. En cambio, Antonio Barrera refrendó su actual imagen de torero en celo, capaz de ofrecer sin pestañear alardes de la más cruda valentía, huérfano de clase pero desbordante de afición y sobrado de autenticidad y oficio. Por eso, aunque se perdiera un triunfo de orejas por culpa de la espada, la única sensación de solidez que dejó la tarde correría enteramente a su cargo, a tono con la realidad de un cartel sin otra presencia justificada que la suya.