DOMINGO Ť 25 Ť NOVIEMBRE Ť 2001
TIEMPO DE BLUES
Raúl de la Rosa
Mi blues por don Meli
Primera llamada
EN LOS INICIOS del siglo veinte nació el último de los hijos varones de una familia de once hijos; los primeros habían nacido en el siglo diecinueve en uno de los tantos pueblos que rodean a la capital. La Revolución lo sorprendió niño y no entendía por qué sus hermanos mayores tenían que esconderse cuando las tropas de uno u otro bando irrumpían en el pueblo. Se le grabaron dos hechos: uno cuando recogía junto con los niños del pueblo los casquillos -todavía calientes- que escupía la ametralladora para jugar a los soldaditos (colocaban los casquillos para tirar la mayor cantidad con una canica de piedra). El otro fue la muerte de su padre, Jesús. Muerte absurda por la forma como ocurrió: una bala perdida le atravesó la espalda. La herida era grave pero no necesariamente mortal; el problema fue la falta de atención médica. Así, los hermanos mayores inician una larga y angustiosa caminata con el padre a cuestas sobre una parihuela improvisada. Llegaron hasta el Rancho de la Cruz, donde murió desangrado.
PARA EL BENJAMIN de la familia el recuerdo del padre muerto se centraba en las ocasiones que lo acompañaba a la escoleta con la banda del pueblo, de la que era el director. Mientras ensayaban solía permanecer recostado a los pies de su padre mientras dirigía la banda. Costumbre que siguió durante toda su vida.
Segunda llamada
EL NIÑO CRECIO con un don: el de la curiosidad, pues todo lo investigaba. Gracias a ésta recorrió la mayor parte de su país a pie, trepando cerros, escalando montañas y volcanes, nadando ríos. Las fotos de esa época son montañas, lagunas, mares y nieve. La curiosidad la empató con la manera de ganarse el sustento: pasó su vida laboral metido en un laboratorio, realizando análisis de todo, bueno, de casi todo. Analizaba, por ejemplo, cuánto manganeso o tungsteno tenía tal partida de mineral. La imagen que de él tengo es precisamente en un laboratorio lleno de probetas, matraces, pipetas, básculas exactísimas, olores extraños, una bata agujereada por los ácidos y una libreta en donde apuntaba todo.
LA MUSICA CON la que había crecido no lo dejaría a lo largo de toda su vida, y ésta fue extraordinariamente larga: casi 98 años. Cuando no andaba por el Desierto de los Leones estaba en algún concierto. El joven se casó dos veces, tuvo dos familias y varios hijos; vio nietos, bisnietos y tataranietos. Cuando tuvo un varón lo llamó "su semillero"(cosas de esas épocas). Doña Carmen fue su compañera los últimos sesenta y tantos años de su vida. La música la buscó de una manera particular, la prefería en vivo y si era de orquesta, mejor. Se volvió asiduo a los conciertos de la Sinfónica Nacional en Bellas Artes. Hizo amistad con los taquilleros que le hablaban a su casa para preguntarle si le reservaban boletos para el concierto dominical.
Tercera llamada
UN DOMINGO COINCIDI con él en las escaleras del Palacio de Bellas Artes y vi que don Melitón estaba golpeando con una moneda el pasamanos, por lo que le pregunté: Ƒqué haces?, y sólo me contestó: "todo el pasamanos es de bronce macizo". Nuevamente la curiosidad, y la misma lo llevó a ir solo al concierto que Elton John dio en el Estadio Azteca; seguramente era el espectador de más edad en el mismo, pues ya contaba con 90 años.
UNA NOCHE, EN casa de don Meli y doña Carmen estaba viendo junto con ellos un programa de televisión acerca de los platillos voladores y de los extraterrestres. Les pregunte: ƑCreen que exista vida en otros planetas y las naves espaciales? Don Meli respondió: "Mientras no tengamos un pedazo de metal, un instrumento, un tornillo, para demostrar que existan, no". Doña Carmen respondió: "Con tantos millones de planetas sería imposible que no existiera vida en alguno de ellos". Ambos tenían razón.
CON LOS AÑOS, su asistencia a los conciertos se espació y el montañista que había recorrido todos los cerros y montañas que rodean a esta ciudad de México, el caminante que se movía por toda la ciudad, en metro o en autobús (nunca tuvo un auto y al preguntarle el porqué, contestó: "A estas alturas de mi vida no saber manejar un auto es una virtud, y no voy a perderla."), comenzó a sentir que las piernas no le respondían como él hubiera deseado, y poco a poco se fue apagando. Para él, ir a los conciertos era estar con su padre, el director de la banda del pueblo. Era regresarse a su remota infancia. Las tubas, trompetas, trombones, clarinetes y timbales, le daban el sentido de pertenencia que le duró toda su vida: la música.
"ME VOY A ver por dentro", decía cuando se iba a dormir. Así, el 17 de noviembre se quedó dormido para siempre a los pies de su padre, don Jesús de la Rosa, mientras dirigía la banda de Tulyehualco. La de su infancia.