martes Ť 6 Ť noviembre Ť 2001
José Blanco
Recesión mundial
El mérito del reclamo globalifóbico tiene en general el mismo valor que los diversos discursos de las variadas izquierdas del mundo: su firme intransigencia en contra de la injusticia social. El alto mérito del propósito, sin embargo, no agrega nada a la comprensión del mundo que dichas corrientes quisieran cambiar. Su alegato con frecuencia no puede ser más simple: evaluemos por los resultados, dicen; predomina en el mundo una política económica neoliberal, y hoy tenemos una tendencia mundial hacia la recesión; ergo la política neoliberal es la causa de la recesión. Esta pueril presuposición "lógica" va casi invariablemente acompañada de una posición siempre implícita y muy popular en los años sesenta y parte de los setenta: la dependencia total de los países subdesarrollados respecto a los países centrales. Todo lo que nos ocurre se decide (con maldad) en los países ricos. Somos simples víctimas, no tenemos responsabilidad alguna.
En el otro extremo está la rancia ortodoxia de los organismos financieros internacionales, con un peso desmedido en las políticas macroeconómicas de los países subdesarrollados, y que construye en buena medida la idea de mundo (de la economía), en los países industrialmente desarrollados. Dosis mayores de las mismas recetas son necesarias para aliviar la pobreza del subdesarrollo, dicen: nuevas rondas de negociaciones para abrir los mercados constituyen el instrumento fundamental para dotar de futuro a los países pobres.
Las desbordadas expectativas que creó la nueva economía llegaron al extremo de hacer creer a la ortodoxia que el capitalismo había quedado a salvo de las crisis económicas. Las nuevas tecnologías asociadas a la informática, que han estado revolucionando nuevamente la productividad del trabajo, junto con la prudente ortodoxia en los asuntos financieros, harían del crecimiento económico una tendencia permanente. Se acabaron estos sueños.
Las tendencias de la economía internacional a partir del año 2000 han desmentido contundentemente esas fantasías. El capitalismo continúa evolucionando en el marco del ciclo económico, a pesar del inmenso salto económico que está representando la renovación tecnológica de la producción en los países centrales y en los enclaves modernos de la economía periférica. En este nivel profundo de la evolución económica el Estado es un músico más de la orquesta capitalista, aunque tenga en sus manos el violín más estridente.
Según cifras del Banco Mundial (BM), mientras el PIB de todo el mundo creció 3.8 por ciento en el año 2000, en 2001 lo hará a 0.9, y a 1.1 y 3.5 por ciento en los años 2002 y 2003 respectivamente. Conforme ha avanzado 2001, las previsiones de la recuperación han ido corriéndose cada vez más hacia adelante, y la frecuencia con que las previsiones han sido revisadas y corridas han ido provocando pérdidas de credibilidad en los observadores y también en la población en general.
Por primera vez desde 1982 las economías de Estados Unidos, Europa y Japón han entrado simultáneamente en una senda de recesión, y las malas perspectivas de largo plazo de Japón no acompañarán la eventual recuperación prevista por el BM. América Latina, Asia Oriental y Africa Subsahariana se verán especialmente perjudicadas en 2001 y 2002 en relación con 2000. Más allá parece imponerse la incertidumbre oscura que las previsiones optimistas del BM.
Los problemas que enfrentaremos al menos en el corto plazo son de una severidad profunda y, como siempre, los mas afectados serán los grupos de población más pobre. En América Latina ningún país estará en mayores riesgos de una catástrofe que Argentina; pero en México, como en el resto del subcontinente, las presiones sociales y políticas por instrumentar una política expansiva del gasto público serán formidables. Más aún en una condición como la actual en la que Estados Unidos ha puesto en práctica ya una política cuasi keynesiana de inyección de recursos para estimular la abatida actividad económica interna.
Estados Unidos, sin embargo, ha expandido su gasto público echando mano del amplio superávit fiscal heredado por el gobierno de Clinton. No es nuestro caso, ni el de Brasil, ni el de Argentina. Arrastramos en México una fuerte deuda interna y externa, de modo que, cæteris paribus, una ampliación sustantiva del gasto público, y por ende del déficit fiscal, de la deuda pública y del déficit comercial con el exterior, harían huir capitales externos y locales, y perderíamos lo que ahora sí tenemos. Así, una economía con tendencias recesivas, pero bajo control financiero se nos convertiría en una economía en crisis y tormenta financiera descontrolada como la de 94/95 o cualesquiera de las anteriores, con graves secuelas por varios años. Bajo cualquier condición una política expansiva tendría que pasar por una negociación internacional.