MARTES Ť 9 Ť OCTUBRE Ť 2001

Magdalena Gómez

El acuerdo y sus olvidos

Uno se coloca ante el documento Acuerdo Político para el Desarrollo Nacional y no puede menos que preocuparse. Ello, por conservar aún la esperanza de que el movimiento democrático de tantos años y la ciudadanía merecerían mucho más. La clase política, ''mirándose al ombligo'', nos anuncia que el Ejecutivo acordó gobernar y el Legislativo, a través de sus partidos, legislar, y en ausencia y suplantación del tercer poder deciden que hay que ''fortalecer los poderes Judicial de la Federación y de los estados'', y eso que el secretario de Gobernación se precia de rigores constitucionales y que con ellos afirmó recientemente que ''más que una comisión de la verdad se requiere un Estado de verdad''.

Pero el acuerdo destaca más por lo que olvida que por lo que dice. Ni una sola referencia directa ni indirecta a la situación que genera la prolongada suspensión del diálogo con el EZLN; ni una sola a los pueblos indígenas; ni una sola a la necesidad de reconocer que la reforma indígena recién promulgada requiere de otra que exprese los acuerdos de San Andrés, para sumar legalidad con legitimidad.

Este olvido tiene un significado más profundo que el de la mera exclusión en el pacto de unas frases ''indigenistas''. Expresa que no se ha logrado asumir la implicación de la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna en Chiapas, donde el propio Legislativo reconoció la necesidad de atender las causas justas que dieron origen al conflicto. Tampoco se comprende que los acuerdos de San Andrés implican a la llamada reforma del Estado, porque las ''palabras'' que se mutilaron a la propuesta de la Cocopa buscaron justamente quitarle esa dimensión a la reforma constitucional.

Así las cosas, deberíamos darnos por satisfechos de que con gran benevolencia el comisionado para la paz, Luis H. Alvarez, aclare que los movimientos armados en nuestro país no son terroristas y de que los detractores de la causa indígena aún no señalen que la multiculturalidad genera por sí misma fundamentalismos. Todo ello, sin embargo, no oculta la falta de interés por abordar siquiera lo que sí son dichos movimientos, en especial el EZLN, lo que expresa y representa.

Los firmantes del acuerdo no parecen reparar, ni unos ni otros, en que la agenda de su acuerdo no es la que expresa la demanda social; tampoco les merece una mínima atención la necesidad de preguntar a la ciudadanía qué quiere y ahora resulta que ni siquiera se firma el pacto con los poderes formales, sino con los partidos que se arrogan la representatividad de la sociedad entera. Nuevamente fallan los rigores formalistas, porque es el Legislativo el que está integrado por los llamados representantes del pueblo, no los partidos. El mensaje que una y otra vez se manda desde el poder es que ''la transición democrática'' se dio por y para los partidos. En ese contexto, la ciudadanía fue un simple medio, un instrumento a través del voto.

En tiempos hoy remotos y ajenos, en México las grandes decisiones de Estado se acompañaron de masivas movilizaciones sociales; así fue con la expropiación petrolera, también con la defensa de la revolución cubana. Así pensamos que sucedería con la gran movilización de la marcha zapatista, que culminó con la histórica voz en San Lázaro de los que no fueron escuchados.

En tan festejado acuerdo no olvidaron, sin embargo, las referencias a la política exterior que hoy busca ocultar el viraje profundo en esta materia, porque no es la primera vez que nuestro país coexiste con situaciones de conflictos internacionales y ha logrado mantener su vocación pacifista antes que el apoyo a la política de la ley del Talión. Habrá que remontar una vez más el olvido con un auténtico acuerdo desde la sociedad.