MARTES Ť 25 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001

Teresa del Conde

Tamayo en el Tamayo

Una de las exposiciones más gratas que pueden visitarse actualmente en la ciudad de México es Tamayo en papel. De la tradición a la modernidad y como el título indica está integrada por acuarelas y gouaches del maestro oaxaqueño realizados sobre papel. Muchos de ellos habían sido muy poco exhibidos y los hay que son inéditos incluso para el público especializado. La curaduría realizada con auténtico ''amor al arte'' por Juan Carlos Pereda conlleva buen gusto y coherencia en tanto que él se propuso mostrar la manera como Tamayo resolvió vaivenes económicos a través de estas obras que por la índole del soporte y por formato encontraban con facilidad clientes consumidores.

Y como en su mayoría guardan nexos con la tónica nacionalista que acarreaba buenas ventas en los años treinta y cuarenta, eso permitía al pintor no sólo solucionar necesidades básicas , sino guardar tiempo y dinero para la producción de telas. Dicho de otro modo, de acuerdo con el curador, esta muestra permite vislumbrar la manera en que ''un fenómeno -que se ramifica en varias direcciones- puede apreciarse aquí como idea central y rectora... la postura de Tamayo frente al mercado y los efectos de la crítica de arte en beneficio de éste''.

Al margen de que eso es muy cierto, la muestra es apreciable de manera primordial desde el ángulo estético. Abarca tres décadas y varias de las obras son no sólo costumbristas, sino indigenistas, al modo como Tamayo abordó estos temas en piezas como Mujeres con rebozo (1927) -con ciertos ecos que provienen del impresionismo y guardan una coincidencia fortuita con el venezolano Armando Reverón-, o como Dos mujeres (1940) que en algo recuerda a Carlos Orozco Romero.

La vecindad con José Clemente Orozco también es perceptible en las síntesis ''minimalistas'' de obras como Campesinas sentadas (1935), que encuentra su equivalente formal en algunas de las tintas en exhibición actual en el Museo Carrillo Gil. Tal vez pudiera hablarse aquí, no propiamente de zeitgest, sino de los rasgos esenciales de una corriente costumbrista y nacionalista que provocó que -desde el extranjero- historiadores como Lawrence Shmekebier hablaran de una ''Escuela Mexicana'', término que ha sido cuestionado pero que al parecer llegó para quedarse porque en los momentos de redactar estos renglones me llama la crítica de arte Bélgica Rodríguez para solicitar ''mis influencias'', felizmente nulas en ese aspecto, que según su intención redundarían en préstamos de obras pertenecientes a museos oficiales, ''ejemplificativas de la Escuela Mexicana''.

La música es un leitmotiv a lo largo de la trayectoria del maestro. La exposición empieza con un Homenaje a Bach (1949), gouache armado de pocos elementos, orquestado en tonos púrpura y morado que es un alarde de síntesis y de sofisticación; no veo cómo a alguien se le ocurrió alguna vez que Tamayo era ''primitivo'', pues si en ocasiones pudo dar esa impresión, lo hizo perfectamente a sabiendas de que eso era lo que iba a aceptarse y mancomunándose en opción con artistas de todas latitudes que ostentaron esa preferencia por lo primitivo o por lo tribal característico en tantas y tantas obras de las primeras décadas del siglo XX.

Entre las obras que más sorprenden hay dos gouaches que representan escenas médicas: Enfermeras en laboratorio y Examinando expedientes (1936). El pintor iba a realizar un mural en cierto hospital de Brooklyn (fue maestro en la escuela anexa al Museo de Brooklyn), pero por azares del destino el proyecto no se llevó a cabo: los gouaches fueron proporcionados al primer propietario como intercambio por servicios médicos recibidos.

Otra inquietud que surge al mirar algunas de estas obras es la indudable cercanía que María Izquierdo mantuvo con él durante una etapa que vendría a ser trascendental en su propio desarrollo. Hasta sería conveniente pensar en la posibilidad de montar una exposición de cámara (escueta, como las que realiza la National Gallery de Londres) en la que se mostraran obras de ambos.

La desahogada museografía de Alejandro García Aguinaco, sin aspavientos, redunda para el espectador en una experiencia gozosa. Hay, además, una ilustrativa y bien elegida sección documental.