martes Ť 25 Ť septiembre Ť 2001

Luis Hernández Navarro

La guerra que llegó para quedarse

Una nueva guerra ha sido declarada. De un lado se encuentra una parte del mundo islámico en la que participan organizaciones como Al Qaeda y países como Afganistán; del otro, Estados Unidos y una amplia alianza mundial.

Para los musulmanes radicales se trata de una nueva jihad, es decir, una guerra santa por el ser, continuación, en parte, de la lucha emprendida desde 1982 en contra de la antigua Unión Soviética, y que ahora se desarrolla como Netwar, sin diferencias sustantivas entre el ataque y la defensa. Para los "defensores de la civilización occidental" es una cruzada contra el terrorismo que dispondrá de grandes recursos bélicos ofensivos y el control de la información.

No se trata de un choque de civilizaciones ni de una protesta de clases ni de un conflicto religioso ni de una lucha de liberación nacional, aunque en ocasiones parezca asumir alguna de estas características. No se han enfrentado militarmente Occidente contra Oriente ni las masas pobres islámicas contra sus opresores ni el mundo musulmán contra el mundo cristiano ni una nación colonial contra el Imperio, por más que unos y otros enemigos se presenten como portadores de la civilización.

La probable desestabilización política de Pakistán, el anunciado ataque contra Irak, la pervivencia del conflicto entre palestinos e israelíes, y la posibilidad de nuevos atentados en países desarrollados anuncian que el conflicto armado se extenderá a otras naciones y regiones.

Más allá de las inminentes acciones militares estadunidenses en Afganistán, la primera disputa entre los enemigos se librará en el mundo árabe y musulmán, comenzando por Pakistán. Unos y otros buscarán sumar a su causa la simpatía de gobiernos y pueblos que se encuentran en la zona de influencia del Islam.

Tradicionalmente Estados Unidos ha apoyado de manera incondicional a jeques y monarcas de naciones como Arabia Saudita. A cambio de sus reservas petroleras, el Imperio ha ignorado la falta de democracia y la violación a los derechos humanos que se vive en esas naciones, similar a la que justamente se critica al régimen talibán. Esta zona del planeta es clave en la estrategia geopolítica del país de las barras y estrellas y lo será más en la medida en que desea tener acceso a los yacimientos de oro negro de las antiguas repúblicas soviéticas.

Para el fundamentalismo islámico lo que está en juego en esta guerra es la hegemonía del mundo musulmán, con sus Estados y sus recursos naturales incluidos, así como la liberación de los lugares sagrados, ocupados militarmente por Estados Unidos.

Quienes han elaborado una visión radical del Corán apuestan a ganar la voluntad de las poblaciones de esos países en contra de sus gobiernos, aliados con los estadunidenses. Algunos de sus atentados terroristas han pretendido "desenmascarar" la complicidad de los jeques locales con el Imperio.

Durante muchos años el fundamentalismo islámico fue útil a los intereses de Washington. Una estrecha alianza se estableció entre ambos hasta que comenzó a romperse a raíz de la guerra contra Irak y la utilización de bases militares estadunidenses en Arabia Saudita (tierra santa) contra Saddam Hussein.

Esta relación se mantuvo, empero, durante varios años. Cuando la milicia talibán tomó el poder en Afganistán, en 1996 -casi siete años después de la caída del Muro de Berlín y cinco del fin de la Unión Soviética-, el Departamento de Estado les dio la bienvenida (San Francisco Chronicle, 23/9/01).

Para el gobierno de George W. Bush la nueva guerra tiene objetivos que trascienden, en mucho, el castigo a los responsables de los atentados del 11 de septiembre. Con este nuevo lance busca hacer a un lado definitivamente los contrapesos mundiales que frenaban o limitaban su expansionismo militar (Naciones Unidas y derecho internacional), reanimar su industria bélica -motor de su economía- y avanzar en el establecimiento de un Estado planetario policiaco. En un momento en el que los grandes poderes procuraban escribir la nueva Constitución del mundo, el Tío Sam ha dado un golpe de mano imponiendo sus reglas como universales.

Durante muchos años, el principal freno a su militarismo provino no del poderío soviético ni del hecho de que otras naciones tuvieran bombas atómicas, sino de su pueblo y del rechazo activo a embarcarse en guerras absurdas. Pero hoy la indignación y el duelo ante los ataques terroristas han lastimado la vocación pacifista de sus ciudadanos.

La Casa Blanca ha utilizado el ánimo de justicia de muchos estadunidenses para lanzar a su país a la reconquista del mundo y limitar los derechos civiles conquistados durante muchas luchas.

Es un acto de elemental justicia juzgar y castigar a los responsables de los crímenes del 11 de septiembre, pero eso no justifica la guerra. Para eso hay derecho y organismos internacionales. Oponerse a esta escalada militar no implica justificar el terrorismo ni simpatizar con el autoritario régimen talibán. La guerra que llegó para quedarse es una amenaza a los derechos básicos de la humanidad. Frenarla es luchar por la civilización contra la barbarie. Ť