DOMINGO Ť 23 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001
Ť Carlos Bonfil
La comuna en Toronto
La comuna. París 1871, de Peter Watkins, que se presenta en el Festival Internacional de Cine en Toronto, es una lección de cine político. La ocasión de apreciarla es única, pues por su temática y características formales bien puede no exhibirse jamás comercialmente, y son pocas las distribuidoras independientes o las cadenas televisoras interesadas en adquirir sus derechos.
Con una duración de seis horas, la nueva experiencia de Watkins (The War game, prohibida por la BBC en 1996; Edvard Munch, 1974) es un análisis provocador y original de la revuelta proletaria de la Comuna de París, luego de la derrota francesa frente a Prusia y del colapso del régimen monárquico de Napoleón III. Mediante intertítulos, la cinta describe con minucia los hechos históricos: la instalación en la ciudad de un poder popular que desafía a la Asamblea Nacional, su organización en comités de barrio, la conformación de un ejército rebelde engrosado por desertores del ejército de Thiers y la reactivación de un ánimo jacobino deseoso de una nueva edición de la Revolución Francesa, más radical aún y sobre todo más intransigente frente a sus adversarios, ya no los aristócratas de ayer, sino nuevos burgueses falsamente republicanos.
En una enorme granja abandonada, Watkins construye de modo minimalista su escenario urbano -apenas dos o tres calles y una pequeña plaza-, contrata a decenas de actores no profesionales, utiliza cámaras digitales al hombro y filma todo en blanco y negro. Un escenario teatral a lo Peter Brooks (Marat/Sade) y una fuerte inspiración brechtiana. Los personajes se dirigen al público, explican cómo fueron contratados para la cinta, qué esperan de ella, y al mismo tiempo externan sus propias opiniones políticas. Muy pronto los acontecimientos de la Comuna propician una discusión acalorada sobre el autoritarismo político, la viabilidad o no de una revuelta similar en nuestros días, las protestas globalifóbicas, el terrorismo de Estado y la muy orquestada labor de desinformación de los medios de comunicación.
Watkins ilustra esto último de modo jocoso: imagina dos cadenas de televisión en plena Comuna: Televisión Versalles, voz de los conservadores, y Antena de la Comuna, con reportajes en directo desde las trincheras proletarias. Alarma, paranoia y tremendismo en la cobertura de los primeros; entusiasmo revolucionario y paulatino desencanto de los reporteros simpatizantes ante el súbito espíritu censor de los insurgentes. En un vuelco vertiginoso, Watkins evoca los métodos actuales de CNN desde la perspectiva de 1871, y con ello las trampas de la globalización, la transformación de los bienes culturales en mercancías, la situación del cine y las dificultades de una expresión artística independiente (de lo cual su propia cinta es ejemplo contundente), y la urgencia de una respuesta cultural que paralelamente se conciba como resistencia política. La comuna. París 1871 fue coproducida por la televisora Arte en Francia, pero exhibida una sola vez durante la madrugada.
Segunda lección política en el Festival de Toronto. Un veterano del cine francés, Eric Rohmer, sacude con maestría las certidumbres y perezas de académicos y politólogos. Su película La inglesa y el duque suscita una enorme polémica al presentar la Revolución Francesa desde el punto de vista de una de sus víctimas, la aristócrata escocesa Grace Elliott (Lucy Russell), antigua amante del duque Philippe de Orleans, atrapada en el París de la gran revancha jacobina.
La cinta se inspira en las Memorias de Elliott y explora con el recurso de la cámara digital, efectos especiales y espléndidos decorados virtuales la vida cotidiana en París en el periodo del Terror y las múltiples estrategias de la aristocracia para escapar a la guillotina.
Ante la imposibilidad de reconstruir de modo convincente el París de los sans-culottes, la Plaza Luis XV, luego llamada de la Revolución, hoy Concordia, Eric Rohmer elige, en una vertiente distinta a la de Watkins, un artificio más radical aún: decorados pintados, estampas de época que pronto devienen fondo casi mágico para la acción de los personajes. En realidad la cinta es primordialmente discursiva, muy dialogada y, como La comuna, muy crítica frente al tema que aborda. En ambas cintas la tentación del totalitarismo es una preocupación central, pero más allá de esta reflexión histórica las dos obras ilustran un modo muy inventivo y libre de hacer cine en un tiempo en que las nociones de eficacia y rentabilidad deciden, o frustran, los empeños de numerosos cineastas.
Cuando en el Festival de Toronto se exhibían estas dos cintas, la tragedia de los atentados terroristas puso de nuevo en primerísimo plano la función social de los medios y provocó discusiones muy vivas sobre el terror y la revancha, la violencia verbal y la manipulación política. Esto hizo que las obras de Watkins y Rohmer cobraran relevancia particular en un conjunto notable de producciones internacionales.