* Olga Harmony *

Ifigenia entre los tauros

Este es un artículo que me hubiera gustado no escribir, porque la escenificación no me resultó gratificante y porque conozco a su directora, María del Carmen Farías, desde hace ya largo tiempo desde que era una muchachita (a quien le decían Paquito, todavía ignoro por qué, aunque ella sigue respondiendo a ese nombre entre sus conocidos del mundo teatral), alumna de Juan Felipe Preciado en la Prepa 2 y que ayudaba a maquillar a los compañeros de teatro de otros planteles en su afán de independizarse, lo que la pinta desde su adolescencia. Desde entonces la conozco, la estimo y la respeto como la actriz en que se convirtió y como la mujer que es.

Debo aclarar que me reservo el derecho de no escribir negativamente de la obra de quien aprecio en la imposibilidad de mentir acerca de lo que intento analizar. A veces sí lo he hecho, por el mismo respeto que ahora me mueve a hablar de esta Ifigenia entre los tauros cuyo montaje me resulta poco convincente. Y a más, la propia María del Carmen me pidió que lo hiciera. Acato, pues, su petición y paso a explicarme.

Alejandro Aura, al frente del Instituto de Cultura de la Ciudad de México en este tan estúpidamente atacado gobierno democrático, ha tenido logros impresionantes para acercar la cultura a un público masivo. Allí están, para constatarlo los conciertos de artistas internacionales en el Zócalo ante espectadores que no hubieran podido pagar los boletos de los centros en que se presentaran. Está la galería escultórica en pleno Paseo de la Reforma y muchas acciones más que deben acreditársele. Pero resulta por lo menos curioso que él, que es un hombre teatrista amén de poeta, no tenga la misma imaginación en sus propuestas teatrales. La idea de acercar a los clásicos a espectadores poco aficionados a este arte escénico, un segmento de la población poco atendida por el quehacer teatral, es excelente en principio. Pero parece haber una desconexión total entre la intención y el logro. A un público renuente hay que seducirlo, como en sus tiempos hicieran los teatros del IMSS, con toda la magia y todo el poder del fenómeno teatral. Ifigenia entre los tauros carece de ello, en primer término porque es un texto de difícil apropiación por los espectadores que desconozcan lo que era el mundo griego y los antecedentes de lo que en el drama se narra. Es muy difícil que se acepte sin más la confesión de Orestes de que mató a su madre, o el conocimiento de que Ifigenia sacrifica a los suyos y se llegue, no ya a la catarsis, sino a la más leve simpatía por estos personajes.

Por otra parte, la tragedia (aun ésta que con su final feliz transgrede las definiciones del género y ha de sumir en un mar de confusiones a los escolares enviados por sus maestros a verla) requiere de una gran potencia actoral que aquí no asoma por ningún lado. Con una muy pobre producción y con una escenografía más bien sencilla, un curioso vestuario de tela floreada para el coro (misma tela que intenta cubrir las sillas en que se colocan los músicos, lo que produce un efecto deplorable) y con una iluminación más bien anticuada en el manejo de las luces de colores, el espectáculo podría haberse salvado, empero, si el elenco hubiera respondido de mejor manera. Rosario Zúñiga es apenas una actriz mediana que proyecta mucha más edad que las esclavas griegas que le fueron entregadas y cuyas reacciones obedecen más a las marcaciones de la directora que a la interiorización de su personaje. Lo mismo ocurre con los otros, deplorables, actores del reparto que nos hacen pensar en un teatro de aplicados aficionados.

Tal parece que María del Carmen planeó mucho más el manejo del coro, aunque no siempre con buen resultado. Es conocida la dificultad para las evoluciones del coro, que aquí la directora convierte en danzas (como probablemente fueron en la época en que nació el teatro occidental), acompañadas por una muy buena música original en vivo, debida a Rodrigo Santoyo, sin duda el elemento más atractivo del montaje. Las tres jóvenes del coro no son grandes bailarinas, pero pase. Lo que me pareció menos acertado es que estuvieran siempre en movimiento, casi mimando lo que los actores dicen, con lo que se diluye la atención en muchos parlamentos: si se tiene tanta confianza en que un texto clásico nos signifique algo y en la capacidad de los actores que lo escenifican, sobran ese tipo de apoyos.