Hermann Bellinghausen
La balada de Tu Fu
A punto de caer, las hojas otoñales aleteaban como mariposas atrapadas en el follaje del viento. El camino era cada vez más corto. Se sentía por dentro de las sandalias, en la planta de los pies. Ese escozor que, pese al bulto de las fatigas acumuladas como quien fuera mula, es una forma viva de la satisfacción.
Dar es tener. Eso lo sabe cualquiera que ha vivido. (No todos los vivos viven). Y quien ha andado, volvería a hacerlo, que además lo bailado ya nadie lo quita.
El hombre viejo de Shao-ling, pasados hace tiempo el río de Los Duraznos, el río Amarillo y otros que vienen siendo el mismo río, volvía a casa sin otra cosa que palabras perdidas y las riquezas del aire todos esos años. (Tan incierto es el destino de la caligrafía).
Su goce y su tormento no fueron los favores de la academia imperial ni, como para su amigo Li Po, las libraciones. Presenció la sucesiva destrucción de los reinos, las batallas, los vagones rojos, las huidas, los refugios, la hambruna en su propia familia, la paz y la falta de paz dándose la mano, simultáneamente y de inmediato.
Mientras estuvieran a su alcance el pincel y la tablilla, y su atención febril siguiera sin parpadear, Tu Fu olvidaba comer, dormir, cambiar de postura, y hasta su nombre. Con razón cuesta trabajo a los biógrafos precisar la fecha de nacimiento. Con cierto orgullo de sabihondos, afirman que, lo más seguro, Tu Fu había nacido en 712.
El por su parte no se dio tiempo para pensar que era, sería; en fin, podría ser uno de los mayores poetas de la humanidad. Han corrido más de mil años para compararlo con Dante, con Villon, con nadie. Sólo ha sido comparable con su opuesto par, el algo mayor camarada Li Po.
Que agarraron camino, ni duda queda. Que no agarraron el mismo, tampoco. Que llegaron a viejos, pero no demasiado. Que no perdieron la voz. Perpetuo quedó Li Po en las tabernas de la memoria colectiva.
Ahora, Tu Fu llegaba por el norte a su ciudad del sur, espejismo pertinaz de un retorno, como si existiera tal. Mil Itacas se han cansando de probar que nunca se llega.
Tu Fu es razonablemente feliz en ese momento. Razonable siempre fue. El tránsito aquel amerita una balada, lo mismo que hizo con el antiguo ciprés, las primaveras sucesivas, los caballos pastando y la brisa del Gran Río Yangtzé, la bailarina que le hizo recordar a la señora Kung-Sun en la Danza de la Espada, muchos años después, cuando ya nadie era joven. Baladas a los esplendores de la corte, los ejércitos relucientes, los campos de batalla devastados a continuación; a los afeites desvanecidos de las señoras y los señores. Ay, don Manrique, que tan antes nació Tu Fu, no hay nada nuevo bajo el sol.
Volvía a casa con las manos vacías, que es la mejor manera de llegar. Cuando ya nadie lo esperaba. Cuando, justamente, era el otro, y para fines prácticos, lo mismo daba, y que se joda Rimbaud. Li Po, más reconocido, había muerto. Tu Fu aún gustaría viajar por los ríos, los años y sus achaques no se lo impedirían. De hecho, moriría de pronto en alguna embarcación, años después, navegando.
Al momento de ingresar a la ciudad, el camino cabía ya en la palma de su mano, Tu Fu se detuvo a recordar en una esquina. Como a todos los viejos, le había dado por quejarse. De la pensión miserable del gobierno, de que le regatearan merecimientos, de que la comida estuviera insípida, o caliente, o demasiado fría, del sol y la lluvia. Pero conservab a la dádiva de dar.
"Un hombre viejo no sabe ya a dónde va. En estos montes salvajes, cansados sus pies, no tiene prisa alguna".
El anticlímax fue siempre su clímax. Si en ese momento en tierra le hubieran dicho que, un futuro noviembre de 770, exhalaría el último suspiro escribiendo sobre el canto de Li Kuei-Nein, navegando "al sur del río", Tu Fu, alzando los hombros, hubiera disimulado su sonrisa afable, silenciosa, de quien, sin saberlo, sabe. Y así está bien que sea. No hay mucho más que saber.