MAR DE HISTORIAS

Antes de morir

Ť Cristina Pacheco Ť

Por la forma en que lo miran, Daniel advierte que sus compañeros no lo han perdonado. Es culpa suya que deban ir a la administración para suplicarle a la hermana Crescencia que les abra la capilla. Mientras están allí, contemplando el Nacimiento, timbre de orgullo para el Asilo de San Benigno, los vigila alguno de los viejos que se han ganado la confianza de la administradora. Tienen órdenes de actuar si un visitante se acerca a las figuras más de lo debido.

Son de bulto y de tamaño natural. Atraen a visitantes maravillados ante el realismo y nobleza de sus facciones. San José, la Virgen María y el Niño Jesús parecen personas. Esto fascinó a Daniel, al punto de llevarlo a cometer el atrevimiento que lo mantiene aislado de sus compañeros. Si antes lo consideran raro, desde hace un año lo creen loco y le rehuyen.

A sus setenta años a Daniel no le preocupa ese juicio. Ni siquiera le quita el sueño que la hermana Crescencia olvide su habilidad para mantener vivas las flores en los arriates que hacen menos desolador el asilo. Hace tres años llegó allí conducido por dos patrulleros que lo rescataron de su aparente extravío.

II

Un 12 de diciembre, al anochecer, seguro de que su nieta Elisa y Cosme, su marido, estaban ya muy lejos, Daniel regresó al atrio de la Basílica. Eligió el sitio menos conflictivo y se puso a mirar a los peregrinos como si realmente esperara descubrir rostros familiares. A los pocos minutos lo asaltó la sensación de ser otra vez el niño al que su madrastra había abandonado, sesenta años atrás, en una feria ganadera.

Lo rescató una mujer: doña Elvira. Se lo llevó para que le sirviera de mozo. Cuando el niño le preguntó por qué su familia no lo quería, Ella le dijo: "Ponte en el lugar de tu madrastra. Acaba de tener un bebé de tu padre. No podía quererlos a los dos como si tú también fueras su hijo y por eso prefirió dejarte". La explicación incubó el rencor de Daniel hacia su padre y acrecentó la nostalgia por la madre, muerta al darlo a luz.

III

Metido en sus recuerdos, Daniel se sobresaltó al oír la voz de una comerciante que había estado observándolo: "ƑEstá esperando a alguien?" El viejo, sin darse cuenta, respondió como lo había hecho, décadas atrás, en aquella feria ganadera: "Mi madrastra y mi papá me dijeron que ahorita venían. Ya no han de tardar". Por la forma en que lo tomó del brazo, Daniel comprendió que la mujer lo juzgaba loco. No intentó enmendar el error y se dejó conducir al módulo de "Atención ciudadana".

Una voluntaria --así lo indicaba el gafete prendido sobre su pecho-- lo sometió a un breve interrogatorio. Daniel tuvo que morderse los labios cuando ella le dijo por tercera vez: "Deme su nombre completo y su dirección. Tranquilo, abuelito, trate de recordar para que podamos llevarlo con su familia. Imagínese lo preocupados que estarán sus hijos y sus nietos".

Por única vez Daniel rompió el silencio: "Sí, muy preocupados". La voluntaria sonrió con la satisfacción de quien resuelve un acertijo y redobló su entusiasmo inquisidor: "Han estado llegando peregrinaciones de muchos pueblitos. ƑRecuerda de dónde viene usted? Debemos regresarlo a su casa. Ya es tarde, hace frío y no queremos que se nos enferme".

Al oír estas palabras Daniel imaginó a la muchacha, cincuenta años más tarde, repitiéndolas ante otro abuelo decrépito y con el mismo acento de impaciencia con que ahora las pronuncia su nieta cada que él se atreve a pedir otra ración de comida o permiso para quedarse más tiempo sentado en el quicio de su vivienda: "ƑPor qué se enoja, abuelo? Entienda que si le digo que no es porque no queremos que se nos enferme".

La perspectiva de que no volvería a escuchar la frase abominable lo alegró tanto como oír a la voluntaria hablando por el radiolocalizador: "Oficial, tenemos otro abuelito extraviado". A los pocos minutos aparecieron dos oficiales. De la conversión que sostuvieron con la voluntaria Daniel apenas logró entender unas cuantas frases: le interesaba menos su destino que contemplar el pecho de la joven, sobre todo cuando escuchó que mencionaba el Asilo de San Benigno. En el trayecto se recriminó por no haberle preguntado su nombre. Quizá se llamara Rosa, como su madre.

Daniel se impacientó cuando interfirió con sus recuerdos la presencia de su nieta. Era tan inoportuna como las irrupciones en su cuarto, adonde entraba para cerciorarse de que él seguía con vida --tal vez con la esperanza de hallarlo muerto-- o de que no estaba cometiendo alguna de sus locuras: devorar una golosina a deshoras, oír en la radio una estación nostálgica, asomarse a la ventana.

La idea de que no volvería a ver su pedacito de cielo le golpeó el pecho. Le recordó el disgusto de haber oído, involuntariamente, una conversación entre Elisa y Cosme: "Espérate, yo buscaré algo..." Cosme respondió a su mujer: "Llevas años diciendo lo mismo, pero ya no es posible soportar. No se vale que nuestra hija esté viviendo con el marido en un cuarto de azotea cuando podría venirse a ocupar el que le diste a tu abuelo. Tiene que irse. ƑAdónde? No lo sé. Me da lo mismo si es un asilo o a la calle, la cosa es que no quiero verlo".

Desde entonces Daniel se dedicó a planear su desaparición, de tal modo que no cayera sobre su nieta el peso de la culpa. Dijo que deseaba sumarse a los peregrinos que venían a darle mañanitas a la Virgen de Guadalupe. Insistió tanto que logró su propósito. Caminó desde la glorieta de Peralvillo y cuando llegaron a la Basilica afirmó que necesitaba reposar. "Ustedes sigan adelante, yo los busco después o mejor los espero a que vengan a buscarme."

Cosme se echó a caminar, Elisa besó a Daniel en la mejilla, le dijo: "No se mueva de aquí, abuelo" y siguió a su marido. Fue la primera ocasión en que se recordó niño, en la feria ganadera, mirando a su madrastra caminar de prisa con el bebé en los brazos. Ella también se había detenido a decirle: "Ahí te estás, Daniel. Aunque veas que me tardo tantito, no te muevas porque con el gentío te me puedes perder".

IV

Llegaron al Asilo de San Benigno pasadas las diez. El portero abrió la reja de mala gana y los policías tuvieron que presionarlo para que llamara a la hermana Crescencia. Ella también interrogó a Daniel y acabó por concederle alojamiento provisional mientras encontraba alguna forma de establecer contacto con su familia.

"Está difícil: el viejito ni siquiera sabe de qué pueblo viene". "Con la ayuda de Nuestro Señor, recobrará a su familia. Mientras tanto puede quedarse aquí". De camino al corredor de alojamientos Daniel vio los arriates abandonados y se impuso como meta hacerlos florecer.

Han transcurrido tres años desde aquella noche. Daniel es el jardinero oficial del asilo. Los albergados solían interrumpir su trabajo para charlar con él. Dejaron de hacerlo después de que, por su culpa, la hermana Crescencia mantiene cerrada la capilla. Deben suplicar y someterse a vigilancia cuando desean deleitarse mirando el Nacimiento de bulto. A nadie ha fascinado tanto como a Daniel. Está obligado a verlo a la distancia. Hace un año que tiene prohibido el acceso a la capilla mientras el Nacimiento esté expuesto.

La medida fue dictada por la madre Crescencia cuando encontró a Daniel acostado junto al niño Dios. El no registró en su memoria palabras capaces de expresar su deseo de sentirse, antes de morir, protegido y amado por lo menos una vez en la vida.