Carlos Bonfil
El último cliente
El modo tradicional de abordar la prostitución masculina en el cine hollywoodense ha sido a través del tremendismo y el desenlace desolador. Incluso en el cine independiente ha sido difícil apartarse de los estereotipos y del lugar común que presenta el comercio sexual callejero como un verdadero purgatorio terrenal. Ha habido una fascinación por el espectáculo de la degradación moral y física del prostituto, por su imagen de ángel caído que a los treinta años tiene ya la edad de la jubilación, por sus amores inútiles o desdichados, por su incapacidad de entrega afectiva, por sus proezas sexuales (reales o inventadas). El prostituto, o chichifo (según el vocablo coloquial), ha sido en el cine víctima social, paria romántico o figura trágica, y esta visión ha variado muy poco, excepto tal vez en una notable película reciente, Hustler white, del canadiense Bruce LaBruce (exhibida en México durante el festival Mix 98).
El último cliente (Johns, 1995), primer largometraje de Scott Silver, registra la experiencia cotidiana de dos prostitutos (Lukas Haas y David Arquette) en el bulevar Santa Monica en Los Angeles. Silver elabora el guión a partir de testimonios recogidos en ese mismo lugar al precio de veinte dólares cada uno, y recrea una atmósfera convincente, de realismo crudo (al estilo de Kids), que no logra, sin embargo, disimular el anacronismo de algunos planteamientos del cineasta. El último cliente pudo haber sido realizada hace treinta años, en la época de Perdidos en la noche (Midnight cowboy, Schlesinger, 1969), en el primer año de la liberación gay, cuando aún pesaban en la conciencia y en el reflejo de autocensura de muchos directores, la visión fatalista del homosexual que a la condición de réprobo moral añadía la de prostituto; en la época en que los desenlaces contenían una advertencia dirigida a los jóvenes y a los padres que debían evitarle destinos similares a sus hijos. En esos años, Paul Morrisey, de la "fábrica" Warhol, ofrecía con humorismo y desenfado otra visión del prostituto en Flesh (1968), cinta estelarizada por Joe Dallesandro. A su manera, Silver intenta capturar ese mundo mítico de las calles hollywoodenses , con sus clientes (johns) estrafalarios, violentos o patológicamente temerosos y extorsionables, y resucitarlo de algún modo, como si las cafeterías de encuentros no se hubiesen transformado ya en Mc Donalds, como si el prostituto de anuncio clasificado no hubiera reemplazado ya al chichifo de esquina, y como si el Internet no cumpliera ya ventajosamente las funciones de un padrote virtual. El mundo de Silver sigue siendo el de la novela de John Rechy, La ciudad de la noche, ambientada en los años sesenta en esos mismos lugares, y sus alegorías tienen aquella misma pesada simbología cristiana de martirio y redención, con la figura aquí de un negro sin hogar que caritativamente ofrece ayuda a los prostitutos lacerados tendiéndoles la mano para levantarlos del suelo.
Hay sin embargo en El último cliente un agradable arrebato romántico: el sueño de John (Arquette) de abandonar por un día la calle, justo en Navidad, cuando él cumple veintiún años, y rentar una habitación en el hotel Park Plaza. (Ser a su vez, por veinticuatro horas, un verdadero cliente). El episodio del hotel, la comunicación del chichifo con el recepcionista, es un momento afortunado de la cinta. Hay también una historia de amor no correspondido entre los protagonistas, entre Donner (Haas), el prostituto gay y John, su compañero de trabajo que alega no ser homosexual, y dicha relación reproduce fielmente el esquema de la pareja romántica (River Phoenix y Keanu Reeves) en Mi camino de sueños (My own private Idaho, 1991), de Gus Van Sant.
El título original, Johns, juega con la confusión de los nombres propios, con el nombre más común ligado a los destinos más ordinarios, con el apelativo familiar que se les da a los clientes sexuales, y con el ambiente de sordidez que prevalece en muchos lugares de encuentro, particularmente en mingitorios llamados también johns. La acción se sitúa en Navidad, época de consumismo voraz, con personajes de la calle que ostentan la ambición, el sueño, de convertirse a su vez, algún día, en consumidores. Hay en la cinta de Silver apuntes interesantes, un conjunto de buenas actuaciones, una presencia un tanto desperdiciada, la de Elliot Gould como cliente un tanto grotesco, y algo muy sorprendente: el sexo, objeto de las transacciones comerciales, se ha vuelto aquí una abstracción, algo simulado o protegido. Un objeto de consumo desligado ya del placer, su oferta inicial, y tristemente estancado en la frustración y en la rutina.
El último cliente se exhibe en la Cineteca Nacional.