Bernardo Bátiz Vázquez
Un recuerdo de Schulenburg
Me he preguntado como católico, Ƒcómo encontrar algo positivo, algo constructivo en el asunto de Schulenburg? ƑDe qué modo se puede tratar un tema de esa naturaleza sin contribuir al escándalo y sin aumentar el daño? No es fácil, pero tampoco, pienso, es posible pasar de largo sin dar un breve testimonio y hacer una reflexión.
A principios de 1994, fui invitado por un amigo a una comida, en una elegante casa de Paseo de las Palmas, a tratar con un grupo de personas importantes de la Iglesia, clérigos y laicos, el delicado asunto del levantamiento indígena de Chiapas, que tenía apenas unos meses de haber sacudido al país con su discurso de dolor de los pobres, de exigencia de justicia y con el valor indiscutible de los nuevos zapatistas, dispuestos a morir por su causa.
El tema era por sí mismo digno de mucha reflexión, pero también porque se decía, fuerte y quedito, que don Samuel Ruiz tenía algo que ver en el asunto y que sus catequistas se encontraban en las filas de los alzados.
El anfitrión, personaje importante en el mundo de los negocios y de las organizaciones caritativas, laico rico, comprometido a su modo, nos recibió amablemente en su residencia a las dos o dos y media de la tarde; éramos unas quince personas, católicas, interesadas en el tema y dispuestas a oír y opinar. Estaban varios clérigos entre nosotros. En especial recuerdo, por la buena impresión que me hizo, al que era entonces secretario de la conferencia de los obispos mexicanos, monseñor Godínez (si la memoria no me falla), delgado, de tez oscura, sobriamente vestido, más bien callado, pero sin duda inteligente, agudo y bondadoso.
Para pasar a la mesa esperábamos al abad de la Basílica, el señor Schulenburg, que no llegaba, aun cuando había confirmado que iría; pasaban los minutos, ya eran más de las tres y la espera inquietaba al anfitrión, que no sabía si iniciar la comida en atención a los puntuales o aguardar a quien parecía ser el invitado más importante a la reunión y a quien no se le podía correr el desaire de comenzar sin él.
Como a las cuatro, el ya nervioso dueño de la casa nos pidió que pasáramos a la elegante mesa a continuar ahí los comentarios, despistados algunos, inteligentes otros, acerca de Marcos, de don Samuel y de los zapatistas chiapanecos. De pronto, al final del platillo de entrada, hizo su aparición el señor Schulenburg; venía ataviado como un junior, saco deportivo verde de pura lana inglesa (es una opinión), elegante camisa informal, zapatos impecables, pantalón claro; ya hombre viejo, pero alto, erguido y requemado por el sol.
Su aparición hizo detener todas las conversaciones y la atención se centró en su persona. ųMe atoré en el hoyo diecinueve ųdijo bromeando y sin mayor excusa ocupó el lugar principal que le aguardaba. La impresión que me dejó fue la de un rico frívolo, insensible a lo que pasaba en México y a las causas profundas del levantamiento de los pobres y preocupado tan sólo por parecer ingenioso y mantenerse arrogante. No vi ni una sola virtud cristiana, pero fue esa también una opinión, que no tuve tiempo de corroborar.
En algún momento, uno de los comensales, haciendo eco al tono festivo que habían tomado los comentarios, se atrevió a mencionar a don Samuel Ruiz como "el comandante Samuel"; entonces, el severo sacerdote callado y modesto a que primero me referí, que había intervenido poco en la conversación, le paró el alto; con cortés energía, exigió respeto al sacerdote, su compañero, y señaló el papel tan respetable que el obispo de San Cristóbal había tenido para impedir que el levantamiento terminara con un baño de sangre y habló a favor del testimonio de don Samuel y de su dedicación a sus feligreses más pobres y humildes.
La conversación volvió a tomar un curso serio y reflexivo; los chascarrillos y las frases ingeniosas se dejaron a un lado y el contraste entre los dos clérigos me quitó la mala impresión que me estaba dejando la reunión y me hizo recordar la tesis de Maritain sobre el doble progreso contrario de la historia.
Al concluir este artículo, me vino a la memoria otra anécdota; la de monseñor Roncalli, a quien el general Charles de Gaulle le reclamaba la lentitud en la remoción de algunos sacerdotes acusados por el gobierno de la quinta República Francesa de colaboracionismo con el régimen de Vichy y le preguntaba si la Iglesia no tenía prisa. No, ninguna prisa, contestó el futuro Juan XXIII, la Iglesia es eterna; no sé si venga al caso, pero las referencias y las reflexiones llaman unas a las otras y así las comparto con mis lectores.