La Jornada Semanal, 16 de mayo de 1999
En Fotocopias, uno de sus libros más originales, John Berger traza un retrato dialogado de Henri Cartier-Bresson. Con irrefrenable curiosidad, el escritor trata de descubrir el secreto del gran artista de la mirada. ¿Cómo escoge sus encuadres?, ¿la tumultuosa realidad decide por su cuenta o es él quien prepara su enfoque en busca de que algo pase por ahí? ``Lo único que me interesa de la fotografía es apuntar'', respondió un Cartier-Bresson curtido por sus 86 años. No es casual que este artesano de la puntería quisiera ser piloto, y de haber seguido en esa profesión seguramente habría aprendido a conducir con los ojos cerrados. Las mejores perspectivas se intuyen, no se contemplan. Esta es la curiosa estética de alguien que reinventó la costumbre de tener ojos. Gracias al tratado de arquería Zen que Georges Braque le regaló en 1943, Cartier-Bresson aprendió a disparar su cámara sin ver el blanco.
Obviamente, Cartier-Bresson no promovió una fotografía accidental, las borrosas imágenes de un médium sin oficio. Al hablar de la puntería a ciegas apeló a una moral, no a una técnica. Su lección central: evitar la función distractora de la mirada, preservar la esencia del objetivo, como si el fotógrafo no estuviera ahí.
¿Qué hace la gente cuando carece de testigos? ¿Cómo son las cosas cuando nadie las ve? Las grandes fotografías develan esos misterios: la realidad captada por un ojo inadvertido. Imposible pensar que Sebastiao Salgado o Graciela Iturbide se encuentren en el mismo sitio que sus fotos; ese torrente de vida no sabe de poses, sucede siempre por primera vez, con la desaforada energía de lo que nadie ve.
Desde hace un año,
La Jornada Foto reúne a notables cazadores de instantes,
coordinados por Raúl Ortega. Aunque sus estilos y temperamentos
artísticos varían, comparten la vocación por las escenas que ocurren a
escondidas, no porque oculten una gravedad inconfesable, sino porque
se muestran con una desnudez que ignora la mirada ajena. Paolo
Pellegrini retrata cuerpos lastimados como paisajes después de la
batalla, Marco Antonio Cruz explora la oscuridad visible de los
ciegos, Cristina García Rodero viaja por una España soñada por Goya y
Valle-Inclán, Duilio Rodríguez recorre gimnasios, quirófanos,
peluquerías y otras cámaras donde la gente se tortura en nombre de la
belleza. En cada registro, el espectador tiene la perturbadora
impresión de que nadie tomó la foto: momentos robados, rebeldes, que
comparecen en el papel con más autoridad que la que tuvieron en la
vida.
El extraordinario artificio de quien mira a los otros a través de un lente consiste en borrar no sólo las huellas de su presencia, sino la posibilidad misma de haber estado ahí, en hacernos sentir que atisbamos los sucesos a traición, cuando aún reclaman una causa que los explique. Imposible pensar, por ejemplo, que los habitantes de las alcantarillas pertenezcan a un orden interpretable. El niño abrazado a un perro con ternura terminal, en una foto de Ken Klich, o el muchacho que desciende a una atarjea que es una vivienda, en una toma de José Luis Ramírez, surgen ante nosotros con el impulso primigenio de lo que ocurre sin conciencia de ser visto.
Ciertos fotógrafos destacan por el intrépido descaro con que se acercan a sus temas. No es esto lo que distingue a quienes publican en el suplemento especial de La Jornada. En sus portafolios hay algo más estremecedor: el drama observado con pureza, intacto, sin mediación posible.
El fotógrafo iraní
Abbas sigue a las mujeres de su tierra desde los tiempos del Sha hasta
el encumbramiento del ayatola Jomeini: cuerpos envueltos en telas
negrísimas que tripulan motocicletas, toman un fusil, sostienen una
cámara con sumo cuidado, como si fuera un explosivo, a punto de
disparar contra un horizonte que queda fuera de la foto, atrás del
espectador, y que se intuye como un exceso épico, cruento o
festivo. Sebastiao Salgado viaja por Chiapas y encuentra las casas más
pobres del mundo, hechas con lonas de propaganda, el retrato de un
hombre con lengua de pan, la foto de un pájaro gigante, un letrero de
cuatro letras (``XICO), el nombre roto de un país que no alcanzó a
existir hasta ese trópico en la niebla. Graciela Iturbide captura en
la India el saco de un hombre, que cuelga de un árbol como un fruto, y
en México, una bicicleta de la que cuelgan gallinas, al modo de un
tendedero o de una recaudería movediza.
La excursión de estos fotógrafos ha contado con la compañía de José Saramago, Carlos Monsiváis, Verónica Volkow, Eliseo Alberto, Angélica Abelleyra y otros escritores que saben usar las páginas como un cuarto de revelado.
``El dibujo es una forma de meditación'', le dijo Cartier-Bresson a John Berger. El lápiz agrega sombras, matices, trazos que pueden prolongarse sin término. A diferencia del dibujo, la fotografía no acumula sus efectos ni corrige disparando. Su relación con el tiempo es otra, y conviene recordarla en el primer aniversario de La Jornada Foto. Los fotógrafos miran con atención acrecentada y permanente; están fuera de cuadro, como la temperatura del aire o la conciencia de la época. Acechan, mudos, borrados, desde un ángulo imprecisable, en busca de un instante enconado, rebelde, eterno.