El lunes pasado el presidente de Georgia, Eduard Schevardnadze, sufrió un atentado y salvó la vida por milagro. La base de este hecho y de la inestabilidad crónica en las repúblicas que integran la turbulenta región del Cáucaso, se resume en pocas palabras: la disputa del petróleo a escala mundial. En efecto, en el territorio de Azerbaiján, de Kazajstán y de Turkmenistán hay reservas calculadas entre cien mil y doscientos mil millones de barriles de petróleo y una cantidad equivalente de gas. Estas cifras sólo son menores a las de las reservas del Golfo Pérsico, que Estados Unidos controla desde la guerra en la región mediante las hostilidades contra Irak e Irán, que son productores independientes, y ahora a través de la amenaza de una nueva aventura bélica contra el gobierno de Bagdad. Los países caucásicos y del Asia central ex soviética podrían exportar dentro de pocos años unos seis millones de barriles diarios y gas en cantidades similares. Pero, dado que no disponen de salidas directas al mar abierto, deberán hacer pasar sus oleoductos y gasoductos por países vecinos, los cuales, además de cobrar grandes sumas por ese servicio, podrán adquirir un verdadero control político sobre esas economías enteramente dependientes de sus exportaciones petroleras. En esa distribución y comercialización, más que en la prospección y la explotación del crudo, reside el gran negocio que hace enfrentarse a los gobiernos ruso y estadunidense y a las grandes compañías petroleras rusas, estadunidenses, francesas, británico-holandesas e italianas.
Estados Unidos, en efecto, presiona a Georgia y Azerbaiján para que el petróleo de esta última república, pero también el kazaco y el turkmeno, pase a Ceyhan, en Turquía, por el territorio de Georgia pero también bajo el Mar Caspio, mientras Rusia lo hace para que, por el contrario, el combustible turkmeno, kazaco y azerbaijano siga otra vía y desemboque en Novorossisk, en el Mar Negro. La presencia del ejército ruso en Georgia y la utilización por Moscú de los conflictos regionales entre Azerbaiján y Armenia, y entre georgianos y secesionistas de Abjazia, así como de los conflictos internos entre los georgianos, sirven para impedir la construcción del oleoducto hacia Turquía al desestabilizar toda la zona, y sirven igualmente para tratar de darle a Moscú el monopolio de las exportaciones del petróleo de Asia central y el control energético sobre Europa oriental y sobre los pequeños países caucásicos.
El miércoles pasado, el ente petrolero paraestatal italiano ENI firmó un acuerdo con el ruso Gazprom, que tiene el monopolio del gas (del cual es el primer productor y exportador mundial) para construir un gasoducto en la región del Caspio. Gazprom, ligado al entorno de Boris Yeltsin, disputa también el control petrolero en Rusia y en el mundo mediante alianzas que van desde la Shell al ENI, y trata de comprar la mayor parte posible de Rosneft (el gigante petrolero ruso en plena privatización). Al mismo tiempo, empresas petroleras privadas rusas, resultantes del despedazamiento del sector estatal y en muy buenas relaciones con la mafia, como la Lukoil o Yukos y Sibnef (que se fusionarán y formarán la Yuksi, que será la tercera empresa petrolera mundial después de Shell y Exxon) o la Sidanko, ligada al viceprimer ministro Anatoly Chubais, intervienen duramente en el negocio, oponiéndose y aliándose y utilizando todos los medios posibles.
Dado el carácter estratégico de este recurso no renovable, el problema de la defensa de las reservas propias, por un lado, y el de la comprensión de lo que está en juego en esta redistribución mundial del petróleo, por el otro, son cuestiones vitales para los productores latinoamericanos que obligarían a estudiar más detenidamente sus proyecciones económicas y sus políticas diplomáticas.
Cuando todo cambia, y muy rápidamente, la falta de una visión mundial se puede pagar muy cara.