Adolfo Sánchez Rebolledo
México en democracia
Este 6 de julio México cambió. Hemos asistido pacíficamente a la consagración de las elecciones como un recurso legítimo, trasparente y confiable. Pero en el recuento de adquisiciones logradas en esta fecha histórica destaca, sin la menor duda, la madurez cívica del pueblo que es el gran protagonista de esa jornada. Ahora sabemos, por si alguien temía otra cosa, que hay autoridades electorales creíbles, eficaces y, por lo mismo, respetables. Y eso tampoco es casualidad, sino conclusión venturosa de ese largo expediente que hoy llamamos con absoluta naturalidad la transición democrática.
La noche del 6 de julio, Zedillo no aparece ante las cámaras como el jefe del partido que acaba de sufrir un grave revés en las urnas, sino como el Presidente en vías de reintegrar a su investidura la dignidad republicana que el momento exige. A todas luces, Zedillo prefiere que la historia lo recuerde como el primer mandatario en reconocer que México es otro. Y, en efecto, la victoria cardenista en la primera elección en el Distrito Federal rebasa todas las expectativas y los pronósticos más optimistas.
El país ha dado un paso enorme en la transformación de la vida política, sin duda. La alternancia --que hasta hace muy poco parecía imposible o excepcional-- es ya un saldo neto y al parecer irreversible a favor de la democracia en una nación que sigue siendo diversa y desigual; el fin de la hegemonía priísta en el Congreso marca un antes y un después en la vida nacional: tenemos partidos, elecciones verdaderas, la oposición gobierna numerosos estados y municipios. Es mucho lo ganado, pero el camino no se acaba.
Al avanzar hacia la normalidad democrática resulta más urgente completar la reforma del Estado, con el fin de ajustar el régimen político, las leyes e instituciones heredadas de la etapa anterior a las nuevas realidades creadas por los votos. Como no podía ser de otro modo, el ciclo abierto el 6 de julio hará visibles otros desequilibrios, conflictos de interés o desajustes para los cuales no hay antídoto en la tradición mexicana. Y no me refiero únicamente a los asuntos puntuales relativos al funcionamiento de la cámara en temas clave como la aprobación del presupuesto que son importantísimos. Hay cuestiones de largo plazo, digamos, como las referentes al presidencialismo y la gobernabilidad bajo las condiciones del tripartidismo, la relación entre los poderes, sobre todo entre el Ejecutivo y la Cámara de Diputados, el diseño de una perspectiva federal consistente que resurgen como tareas pendientes en la remodelación democrática del Estado.
México busca en este fin de siglo volver a definir su identidad. Ahora resulta más evidente que nunca que el encuentro con la historia sólo tiene sentido práctico desde la modernidad como proyecto de futuro. Rencontrar ese hilo en la democracia es un imperativo para no sucumbir --en la globalización inevitable-- ante la desigualdad, la anarquía o la dictadura.
La victoria de Cárdenas marca el cambio fundamental en la correlación de fuerzas. Por ello el desafío que tiene ante sí el cardenismo es, pues, enorme. Para que su esfuerzo perdure y fructifique tiene que ser el primero en sostener en todos los ámbitos de la gestión pública los principios de la democracia y el derecho, la ética de la tolerancia y el respeto a la diferencia. No sólo se espera que sepan gobernar para todos sino, además, que permitan al México progresista crear el futuro.
¿Es posible volver al pasado? Resulta casi imposible hallar argumentos a favor de intento restaurador alguno. Ni la sociología ni el contexto ideológico y moral lo permiten, pero eso no significa que las fuerzas que pretenden una involución no estén allí, actuando, dispuestas a evitar lo inevitable. En el futuro, más allá de la línea que divide gobierno y oposiciones, tendremos que trazar el límite entre quienes sostienen la democracia y aquellos que, bajo cualquier pretexto, se le oponen. Esa es también una consecuencia de este 6 de julio