Heberto Castillo era un ingeniero que inventó formas nuevas e hizo innovaciones en su campo que le valieron el reconocimiento internacional. Era muy respetado, y aunque llegó a ganar mucha fama, no por ello alteró su vida sencilla y sin lujos.
Una ocasión Heberto transitaba por el Zócalo cuando dos carros de la policía lo embistieron. Yo presencié la escena. Me bajé de mi auto y le dije a los policías que ellos eran los culpables del accidente, y después de una disputa lo dejaron en libertad.
Al día siguiente el regente de la ciudad me invitó a comer y me dijo que el culpable del choque era Heberto. Yo le respondí que había presenciado la escena y eran los policías los responsables del atropello. Me dijo que eso no era cierto; el que los había agredido era el ingeniero. De nuevo yo contesté: Heberto es un hombre honorable y un gran patriota; en cambio sus policías son unos sinvergüenzas.
En otra ocasión, el periódico me mandó a Ciudad Juárez, Chihuahua, para entrevistar al doctor Luis H. Alvarez, que tenía más de tres meses de ayuno, protestando por un fraude electoral y se creía que pronto moriría. Estaba en el kiosco del jardín principal y a diario lo visitaba una multitud de vecinos que le aplaudían, le animaban con sus gritos y hasta le pedían sus manos para besarlas. Alvarez estaba intensamente pálido, pero sereno y confiado en su triunfo. En la tarde el pueblo invadió el puente, mitad propiedad de Estados Unidos y mitad de México. Las madres, con sus bebés en brazos, improvisaban cunas; frente al pueblo, soldados con fusiles. Los ánimos estaban muy exaltados. Heberto Castillo, muy preocupado, habló y dijo a los civiles que se retiraran a sus casas y a los soldados los conminó a no usar sus armas. De este modo se conjuró un zafarrancho que hubiera costado la vida a muchos inocentes.
Ahora Heberto ha muerto. Sus amigos y hasta sus enemigos le rindieron un merecido homenaje. Murió del corazón; quizá por haber hablado y actuado siempre con el corazón en la mano.