La Jornada Semanal, 9 de marzo de 1997
Uno de los conceptos más difíciles de apreciar en un
dibujo es el de la verdad, mucho más cuando lo falso no
significa necesariamente que sea malo, le dije a Daniele Crepaldi en
su estudio de pintura en Coyoacán, una noche de lluvias, y este
italiano inteligente se sonrió a su manera, es decir, con los
ojos antes que con los labios: por única respuesta me
ofreció una taza de café. Aunque tengo la vaga
impresión de que no estuvo de acuerdo con mi sentencia (entre
otras cosas porque a los artistas no les interesan mucho los juicios
de un novelista en funciones de crítico), sostengo ante
cualquier tribunal que la obra de Daniele Crepaldi se distingue por
decir, pintar, esculpir, una verdad, lo mismo en un cuadro de grandes
dimensiones y complicada técnica que en un dibujo de un solo
trazo sobre un papel reciclable. La verdad conmueve porque, en los
terrenos del arte, el espectador o el lector la entiende como una
confesión.
Daniele no sabe mentir: por eso, tal vez, lo adoran los
animales. Nunca he visto nada igual. Me explico, pues considero que
esta condición resulta clave para entender su obra. Los
pájaros del Desierto de los Leones, por ejemplo, descubren su
presencia en mi jardín y se posan en las ramas más
próximas a él, discretos, contemplativos, mudos como
flores, para no delatar ante incrédulos aquella emboscada de
cariño, por demás imposible de entender si antes no se
ha visto a Daniele platicando con los perros de su colonia sobre los
malos tiempos que nos agobian o consolando a una mariposa extraviada
en un balcón del Centro Histórico. Mi fama de mentiroso,
en este caso, no debe aplicarse con extremo rigor, aunque reconozco
que a derechas no sé de qué rayos conversaban mi amigo y
sus criaturas: quizá sobre temas menos angustiosos. De la
luna. O de Juan Ramón
Jiménez. Ojalá. Quién quita que la mariposa
conozca perfectamente dónde queda el mundo de las flores,
sólo que su curiosidad no tiene límite, o puede que uno:
el Zócalo capitalino. Así de atrevidas suelen ser
algunas mariposas.
De esas experiencias tan entrañables se nutre Daniele. Pinta
ratones que un día lo salvaron de la melancolía en una
cabaña de la sierra, tiburones estupendos, fósiles
vitales, algunas fieras imaginadas y amansadas en el
óleo. Criaturas. Los animales acaban siendo rescatados en el
lienzo o en la cartulina, con la misma inocencia y premura con que
unas siete mil generaciones atrás nuestros antepasados se
vieron necesitados de pintar en la pared de la caverna la imagen del
venado que esa misma tarde intentaron cazar, sin suerte. En sus
orígenes, cada cacería fue sin duda un acto amoroso,
juego de sobrevidas. Una influencia definitiva en la pintura, el
dibujo y la escultura de Daniele sería, precisamente, la de
esos locos primitivos que arañaban las rocas para encontrar en
ellas la silueta de un búfalo, un búfalo real, el
búfalo que tanto admiraban y temían cuando, desde lo
alto de la montaña, lo veían allá abajo, junto al
río, Ƒno lo ven?, montado sobre el lomo de su
búfala jíbara.
La pasión por la materia en estado
puro (la rama antes que la madera, la lágrima mejor que el
agua, el carbón en lugar del grafito, la acuarela de la sangre,
el pincel del fuego, la espátula de una uña) lleva a
Daniele a audacias propias de un adolescente enamorado: el cuadro,
entonces, no basta con pintarlo: es necesario hacerlo, tocarlo,
montarlo como pareja, en secreto.
La línea resuelve los misterios. Si se desdibujara de pronto
la línea del horizonte, el mar se convertiría en un
charco azul; y si desapareciese con un soplo la línea del
horizonte, el cielo entero flotaría a la deriva, como una
burbuja de jabón: las nubes se caerían fofas sobre los
techos de las casas, y la pelota de la luna rebotaría a las
tontas y a las locas entre los picos del Himalaya y el
Cañón del Colorado.
Los barcos entrarían por las
ventanas de nuestras casas, impulsados por los huracanes, hasta
encallar de nariz en el hueco de los excusados. La línea es la
costura. Todo eso podría suceder si la raya del mundo se
borrara con un estornudodel demonio. En el caso del horizonte, la
línea, aunque imaginaria, ata el planeta Tierra al cosmos,
justifica los espejismos del soñador en la playa, armoniza los
elementos con la puntada de una invisible aguja, como la pita de seda
sujeta al papalote para que vuele libre, a pesar de una aparente
esclavitud. No tengo dudas.
La línea explica el orden y el
balance de la vida. El círculo es una línea. El rayo es
una línea. El cordón umbilical es una línea. La
lágrima es una línea. La cruz, apenas dos ųy de
madera. Bien lo sabe el sabio Daniele Crepaldi, que nos ha dejado a
salvo la crónica de nuestra propia prehistoria. Si quieren, no
me crean, pero no dejen de ver la obra de este italiano bueno, casi
profeta, excelente artista de la sinceridad, que por estos días
expuso en The Gallery, gracias al buen gusto de Amalia Pizzardi y
Débora Abreu. Vuelvo a la línea. Todo, parece querer
decirnos Daniele, pende de un hilo. El títere vive en el
extremo del cordel, su única vena: para Pinocho, Gepeto es
Dios.