AUTOPISTA
Las casetas del
miedo
El lanzamiento de la novela póstuma de Juan Vicente Melo, La
rueca de Onfalia, y una invitación de la porra ultraescualo
al partido Veracruz-América, nos llevaron al puerto jarocho. En
parte, el viaje nos interesaba para supervisar el estado de la
autopista. Es obvio que esta columna siente una responsabilidad
especial con sus tocayas.
Pues bien, la carretera es magnífica y, si se descuenta la
salida de la ciudad de México, el paisaje soberbio. El
único problema está en los costos; a los ansiosos de fin
de milenio les recomendamos una cucharada de Prozac en cada caseta.
Ofrecemos, en prolijo desorden, la onerosa visita de las siete
casas:
San Marcos, Pue. 27 pesos
San Martín Tex., Pue. 27 pesos
Amozoc, Pue. 22 pesos
Esperanza, Pue. 48 pesos
La Tinaja, Ver. 40 pesos
Fortín, Ver. 12 pesos
Paso del Toro, Ver. 37 pesos
De modo que para bailar la bamba se necesitan, de ida y vuelta, 426
pesos. A esto hay que sumarle dos tanques de gasolina y la
profusión de botanas que se vuelven de primera necesidad en el
camino. Sin además añadimos factores de
tecnología molecular, como el desgaste de las llantas, la
fatiga del metal y la corteza cerebral irritada en cada caseta, el
viaje resulta francamente costoso.
Obviamente, se trata de un trayecto absurdo para quienes viajan
solos. Pero aun nosotros, que de acuerdo con nuestro espíritu
de cuerpo vamos cuatro adelante y cinco atrás, tenemos derecho
al buzón de quejas.
Y ya entrados en gastos, hagamos una observación sobre las
indicaciones viales.
Cada tantos kilómetros aparece un letrero admonitorio:
obedezca las señales. Supongamos que el mensaje tiene tal
efecto que el tigre al volante se transforma en un cordero que ya
sólo espera órdenes del mundo. Sin embargo, esta
criatura dispuesta a la obediencia se encuentra con que el siguiente
letrero dice: prepare su cuota. Así nada
más. Cómo pretenden las autoridades del camino que
preparemos una cuota que ignoramos? Hay que dar 48 pesos, una
muestra de sangre o firmar una letra? El conductor obediente se limita
a sacar la cartera y esperar lo peor. Estaría más cerca
del espíritu de las nuevas autopistas usar señales de
juegos de azar: todos ponen o, como suele suceder en la última
caseta, va mi resto.
Mutis en México
El 24 de octubre se cumplieron cuarenta años de la llegada a
México de nuestro querido amigo e inmejorable colaborador
Álvaro Mutis. De sobra está decir lo mucho que la
cultura mexicana le debe a sus poemas, sus novelas náuticas, su
caudalosa conversación y los excepcionales programas que ha
conducido en televisión. Un día memorable, Mutis fue
distinguido con el Águila Azteca, en compañía de
Augusto Monterroso y Alejandro Rossi. México se celebraba de
ese modo su condición de sede de la mejor literatura de
América Latina.
Es ya imposible pensar cómo hubieran transcurrido estos
cuarenta años sin la voz de Mutis. Quién
habría sido el épico narrador de la serie Los
intocables? Quién habría ayudado a tantos
escritores en desgracia desde sus puestos en las agencias de
publicidad y en Columbia Pictures? Quién habría
transformado en poemas las lluvias de Vicente Rojo y los sonidos de
Mario Lavista? Quién habría navegado en nombre de
todos nosotros con la bandera de Maqroll?
Álvaro Mutis es por vocación un hombre de muchos
lugares; sus viajes numerosos han dejado una cauda de amigos
dispersos. En un texto impar, publicado en La Jornada Semanal,
Gabriel García Márquez se refirió al enorme
esfuerzo que cuesta ser tan simpático como Álvaro
Mutis. El narrador de las desventuras de Maqroll aparece en cada
reunión como un ciclón feliz; a un precio acaso
demasiado alto, Mutis dedica buena parte de sus energías a
hacer que los demás se sientan bien. La generosidad es su signo
y la amistad su religión profunda.
Hace cuarenta años Mutis desembarcó en
México; entre los plurales destinos de su navegación,
decidió que éste sería su puerto
duradero. ¡Gracias, poeta!
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CONFIGURACIONES
Hugo Hiriart
Pequeña historia de un escrito
Los cuentos, novelas, poemas y obras de teatro nacen, como todo lo que
hacemos, de una combinación de hábitos y pequeños
incidentes azarosos. La transparencia de la hoja de un árbol de
plátano vista por azar a cierta hora, le da un verso a un
poeta. Ese verso trae otros y se genera un poema. Si el poeta no
hubiera salido a esa hora al jardín, el poema no
existiría.
La obra de teatro La caja nació de que quería
escribir una obra para mi amiga Selma Beraud y llevarla a
París. Primero discurrí construir una gran caja donde,
como en un baño sauna, apareciera sólo la cabeza de la
actriz. Monólogo para cabeza sola, pero rodeada de
muñecos de plomo y juguetes mecánicos operados desde
dentro de la caja. Me interesaba el juego de dimensiones entre la
cabeza y los pequeños entes mecanizados. La construcción
del escenario desarmable estaba a cargo del impecable Javier
Muñoz. Toni Castro era el orquestador de la puesta en escena.
Empezamos a trabajar con un poema de Hardy sobre el
Titanic. Pero Muñoz leía por entonces la
Narración de Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe, y
tanto hablaba de la novela que la leí de nuevo. Volví a
llenarme de entusiasmo adolescente y empezaron a aparecer sobre la
tabla del sauna de Selma el mar, la Antártida, la barca de
náufragos y la misteriosa geografía de Pym. Selma,
maquillada de blanco clown, iba transformándose en
iceberg parlante.
Trabajamos con ganas en esta dirección, que me
parecía muy prometedora. Luchamos sin dar cuartel, pero
perdimos: las restricciones autoimpuestas hacían demasiado
difícil el montaje. Y la fecha del viaje a Francia se
acercaba. Tuvimos que sacar a Selma del sauna teatral. La gran caja se
partió y apareció un canónico bote de
náufragos. Pero la actriz estaba muy sola en la barca y
apareció ahí otro personaje, el señor Pym. La
obra ya no era monólogo, sin dúo en barca a la
deriva. Toni Castro se hizo cargo del segundo papel. En estas
transformaciones la caja original no se perdió, sino nada
más se redujo de tamaño: el enorme sauna vino a ser una
cajita cúbica de treinta centímetros por lado.
Con estos elementos: bote, dos náufragos y caja, pude
escribir muy aprisa la obra. Queríamos llevarla en
francés y conforme adelantaba, Anne de Waelle
traducía. Ensayar tuvo su chiste porque es casi imposible
dirigir una obra cuyos parlamentos están en un idioma que los
participantes estábamos muy lejos de dominar.
Pero el trabajo se hizo y nos fuimos a
París. Habíamos sido invitados por Yuriria Iturriaga,
entonces directora de la galería del Centro de México en
París, donde representamos. Está mal que lo diga, pero
cuando vi la reacción del público supe que
habíamos clavado una buena estocada y el toro rodaba patas
arriba. Cómo me habría gustado que André Breton
hubiera estado ahí. Quizá cierto sabor a Poe, cuya
sangre corre por las venas culturales de Francia, habría
predispuesto una buena acogida de la obra ante un público
más variado y numeroso.
Regresé a México y me olvidé de la
obra. Pasó el tiempo. Un día hablé con
Raúl Falco de la posibilidad de montar una obra en la Casa de
la Paz de la que, para fortuna de todos, es director y
pensé en revivir La caja y estrenarla en
español. Acordado el proyecto, llamé a mis viejos amigos
Alejandro Luna, el ojo más rápido y puro del tablado
mexicano, Charli Roces, vestuario y juicio exquisito sobre lo que se
hace, Eduardo Gamboa, músico, además de inspirado, muy
perspicaz. Y me sentía tranquilo porque el obsesivo inventor
Toni Castro seguía atando todos los cabos. Si quieres que salga
bien tu drama o tu comedia, ante todo elige bien a los que van a hacer
el trabajo (oíste bien, el director no es más que una
parásito unificante) y reclínate confiado en ellos.
Al revisar la obra me di cuenta de que la versión francesa
no desarrollaba todo lo que el asunto exigía que se
explayara. Y clásicamente, apareció un tercer personaje,
a cargo de Alain Kerriou, pintor, performancero y actor. Y
redondeé el final al añadirle una quinta parte (cuya
necesidad me hizo ver Roces). Luego, nos encerramos con los
técnicos en luz, sonido y tramoya, y con Jorge Ballina y
Víctor Zapatero, asistentes de Luna ahora, pero ya verdaderas
promesas de la escena mexicana.
Qué efecto tiene el azar sobre la escritura de la
obra? Es obvio que podría ser diferente si algunos de los
accidentes que fueron ayudando a configurarla no hubieran tenido
lugar, pero también hay que aceptar que ella misma ha ido
diciendo lo que le falta o lo que le sobra, lo que está
débil o confuso, lo que está bien, id est, lo que
tiene de claro y expresivo. Es decir, que la pieza exhibe una
"necesidad interna". Sin esta lógica estructural, el
arte sería imposible.

Naief Yehya
EL IMPERIO DEL ARMAGEDÓN
NACIENTE
Pasión por la destrucción
No es demasiado aventurado afirmar que la cultura japonesa ha
mantenido por siglos una fascinación morbosa con el
apocalipsis. Por un lado, está la fijación budista con
las imágenes de la destrucción del universo y los
infiernos que decoran numerosas pagodas. Por otra parte, están
los numerosos cataclismos que estremecen de cuando en cuando la isla,
como terremotos, maremotos y tsunamis. Y finalmente,
están los grupos xenófobos, que han predicado el odio y
sembrado el temor por todo lo extranjero. A partir del establecimiento
de una dictadura militar en el siglo XIX, la certeza de que el fin del
mundo vendría del extranjero comenzó a tornarse en
razón de Estado, al punto que Japón decidió tomar
la delantera e invadir Manchuria y otras regiones de Asia. El
apocalipsis se materializó en forma de exterminio masivo
nuclear. Tras la bomba y la humillación aliada vinieron
años de desarrollo y crecimiento en que las amenazas
apocalípticas como Godzila, Mechagodzila, Akira y la
Señorita Cometa quedaron confinadas al ámbito de la
cultura popular.
El fin del imperio fantástico
Después de la segunda guerra mundial, Japón fue
reconstruido y se convirtió en una de las principales potencias
mundiales, una nación opulenta sin conflictos sociales graves y
con bajísimos índices de criminalidad. Muchos imaginaban
que Japón conquistaría el mundo en poco tiempo. Durante
la década de los ochenta el gobierno invitaba a la gente a
trabajar menos duro y a gozar de la vida. No obstante, el sueño
comenzó a diluirse en 1992, cuando la economía japonesa
empezó a mostrar fisuras graves; se desató entonces una
crisis sin precedentes y el desempleo se volvió un problema
serio. Por si esto fuera poco, el terremoto de Kobe del 17 de enero de
1995 puso en evidencia que Japón era mucho más
vulnerable de lo que se creía. La isla llevaba décadas
preparándose para resistir terremotos. Sin embargo, muchas
construcciones antisismos no resistieron, las autopistas se
derrumbaron, las comunicaciones se interrumpieron y numerosos
edificios ardieron durante días debido a que la
compañía de gas tardó más de seis horas en
cerrar las válvulas, "por temor a quejas de los
usuarios". No hay imagen más apocalíptica que
mostrar una moderna ciudad aplastada siendo consumida por las llamas.
Un pueblo abandonado
No sólo el gobierno demostró incompetencia para
proteger y rescatar a los ciudadanos, sino que se reveló la
falibilidad de las estructuras antisísmicas y la falta de
preparación de los servicios de emergencia. Los voluntarios y
la yakuza fueron mucho más eficientes para llevar a cabo
las tareas de rescate que las brigadas especiales, el ejército
y los paramédicos. Los japoneses aún no salían de
su indignación cuando en marzo de ese mismo año tuvo
lugar el episodio del gas sarin en el metro de Tokio, perpetrado por
miembros de la secta Aum Shinrikyo, de Shoko Asahara (comentado en la
entrega anterior). En esta ocasión la tragedia era de origen
humano, y una vez más la policía y el gobierno estaban
desconcertados. Una sociedad que se sentía abandonada por sus
instituciones descubrió que sus figuras no eran del todo
inmunes a la corrupción, y que incluso alrededor de 40 miembros
en servicio activo de las Fuerzas de Autodefensa pertenecían
también a la secta Aum. También los media
traicionaron la confianza de los ciudadanos cuando se hizo evidente su
escaso interés en la verdad y su sed de
sensacionalismo. Quizás el momento climático del
escándalo tuvo lugar cuando Hideo Murai, el ingeniero del
apocalipsis, científico en jefe de la secta y mano derecha de
Asahara, fue asesinado frente a las cámaras de TV y la prensa
en un acto que evocó el asesinato de Lee Harvey Oswald por Jack
Ruby. Comenzó entonces a correr el rumor de que los
media habían servido de coartada a los verdaderos
asesinos.
Comics y apocalipsis
Esas tragedias y su rápida sucesión parecían
haber sido anunciadas por las famosas historietas (manga) de
ciencia ficción que abundan en Japón. Como
escribió Frederick L. Schodt el autor del famoso
Manga! Manga! The World of Japanese Comics (Kodansha,
1983) en su reciente libro Dreamland Japan, Writings on
Modern Manga (Stone Bridge Press, 1996), las historietas (y
las caricaturas o anime) fueron el medio predilecto que
empleó Asahara para predicar su religión y hacer
proselitismo (la secta tenía su propia editorial), "porque
son muy populares, porque pueden usarse para dramatizar, exagerar
información y simplificar una realidad compleja, y porque se
presentan de manera atractiva y a la moda". Entre los comics que
publicaba la secta, todos ellos de alta calidad, destaca
Buddha, el cual cuenta que Asahara entrenó duramente
para desarrollar sus poderes y, después de visitar a varios
gurús en la India, supo que tenía que ayudar a la gente
para alcanzar la salvación mediante sus enseñanzas y
para sobrevivir el Apocalipsis. Otra historia singular es Spirit
Jump, en el que se presentan las historias de varios
discípulos; en resumen, tratan de cómo se hartaron de
sus vidas espiritualmente vacías y encontraron la felicidad en
el culto. Los artistas todos miembros de la secta
trabajaban en los estudios especializados de Aum, con el apoyo
espiritual y editorial de Asahara.
¤ Naief Yehya ¤
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