Néstor de Buen
Campeones de la discriminación

Supongo que no seremos los únicos, pero dudo que en algún otro país se pueda ejercer con mayor entusiasmo el noble deporte de la discriminación en contra de los propios nacionales.

Ya he mencionado antes y seguramente varias veces, aunque no recuerdo cuándo, la discriminación que sufrimos los naturalizados a los que la madre Constitución nos cataloga de tercera. Por ese rumbo sigue, pese a su relativa reforma, la del 82, que entrará en vigor en 1999 pero que aún exige al mexicano hijo de padre o madre mexicana que tenga una residencia en el país de por lo menos 20 años. Si tiene sólo diecinueve y medio, se friega.

Ahora, en la XVII Asamblea del PRI --y desde aquí el más cordial de los abrazos a Santiago Oñate y a Juan S. Millán por haber llegado a puerto con ventura en medio de ciclones-- se establece una nueva discriminación: para ser candidato priísta a la Presidencia será necesaria una presencia en el partido por más de diez años y haber sido electo a algún puesto antes de la candidatura.

Todo obedece, se dice en corrillos y crónicas, al deseo de desplazar a los tecnócratas y que recuperen el poder los políticos. Por ahí asoma la colita de algunos dinosaurios.

Da la impresión de que, de nuevo, las exigencias del mercado, en este caso político, hacen conveniente para quienes han ido perdiendo juego, eliminar de un estatutazo a los que por pertenecer al Gabinete, residencia de origen de los tapados son, lógicamente, los más calificados en el ánimo popular para entrar al quite en su momento.

El mecanismo no es otra cosa que una fórmula de los mediocres para desplazar a los que tienen evidentemente mayores méritos. Y como vamos tan bien en esta larga etapa de penurias, de lo que se trata es que si gana el PRI (¿será posible después de tantas cosas?), quedemos peor.

El gobierno es facultad exclusiva del Poder Ejecutivo, con toda la cadena descendente de mandos. Los legisladores, en cambio, no gobiernan. En el mejor de los casos, dictan leyes y eventualmente juzgan, pero no ejecutan. Como antecedente para gobernar están más perdidos que el niño de Lindberg (dicho frecuentísimo y un poco pasado de moda de Frances, mi antigua secretaria). Se salvaría de la quema algún candidato previamente gobernador, pero tampoco es lo mismo ver los toros desde el tendido de sombra que desde la barrera de primera fila. Los señores secretarios de Estado están, sin duda, en la barrera.

Pero el problema no termina ahí. Lo que se está haciendo es impedir que un caballero, o una dama, por supuesto, con carisma, gracia y sentido común, a lo mejor priístas de los nuevecitos, que debe haber algunos, se lancen al ruedo y hagan una faena vistosa y el público priísta les conceda las orejas y el rabo de la candidatura. Eso, con la reforma estatutaria, ha desaparecido como alternativa.

¿Cuál será, entonces, el resultado visible? Desde luego que los jóvenes políticos no verán la suya. La momiza recuperará ánimos y no obstante la cercanía de la jubilación, montados en una silla de ruedas empujada por una atractiva minifaldera, darán a conocer en una hermosa campaña a partir de cualquier hospital-residencia gerontológico, previa exhibición de la credencial del Insen, su proyecto de vida, aunque sea poca vida.

¿Y por qué no pensar, inclusive, en un candidato que no sea ni siquiera miembro del PRI? Si en el futuro las alianzas se hacen, como todo parece indicar, indispensables para sacar mayorías, las nuevas relaciones de fuerza podrían hacer necesarias las candidaturas comunes.

Discriminamos a Manuel Camacho Solís y a otros veteranos de su antigua chamba alcaldera para que no puedan volver a gobernar el DF; discriminamos a Fernando Franco González Salas y a su extraordinario equipo en el Tribunal Federal Electoral para que no puedan volver a él; discriminamos a ese conjunto espléndido de consejeros ciudadanos para que ya no lo sean en el futuro. Y lo hacemos con el manejo de la Constitución por el Congreso federal y sus secuaces de los estados como si se tratara de un Constituyente, que es el único que puede hacer lo que le dé la gana.

Ahora se autodiscriminan los mismos priístas. Aunque, a lo mejor, no les falta razón.

Me permito sugerirles una discreta idea: que su Estatuto se cambie de nuevo para que disponga que ningún priísta podrá ser candidato a la Presidencia de la República. Con eso se acaban los celos.