AUTOPISTA
Elogio del negro
Símbolo de maldad o elegancia extrema, el color negro ha
pasado por la historia con su doble cualidad de confundirse y
destacarse según la hora.
Aunque los ópticos aseguran que ningún otro color
atrae tanta luz, el negro suele ser un emblema del
oprobio. Qué país lo lleva en su bandera?
Qué escudo de armas se ampara en esa tinta? Sólo
los piratas se atrevieron a alzar la insignia negra. En tiempos
más recientes, la mafia declaró sus oscuras intenciones
con el grupo de La Mano Negra, y Hugh Hefner, dueño de
Playboy y "filósofo" del placer como negocio,
se enfrentó a las disposiciones de la aviación civil: su
jet sería negro o no sería.
No hay tono más eficaz para la peste, lo oculto o la
amenaza. En francés, el enemigo a ultranza es una bestia
negra y en alemán viajar "de negro" en el metro
equivale a viajar "de gorra".
Sin embargo, en determinadas circunstancias, el negro es el non
plus ultra del refinamiento. El caviar, signo de la opulenta
gastronomía, remata los canapés de faisán con su
perlada negritud. Y qué sería de las sofisticadas
vampiresas y de la etiqueta masculina sin las prendas oscuras? En las
novelas del XIX las viudas seductoras suelen favorecer sombreros color
ala de cuervo, y el único traje hecho para fumar con
distinción, el smoking , suele ser negro, aunque los
reyes del mambo y los astros del billar lo prefieran guinda o azul
celeste.
Hay objetos que sólo se imaginan en negro: la bola 8 del
billar, las valijas diplomáticas y la trágica caja donde
se graban las últimas palabras del piloto. Otros, mejoran al
ser excepcionalmente negros: el tulipán o el diamante. Una
tercera categoría es la de las cosas que fueron negras hasta
que llegaron las estrellas. Los pianos y las limusinas antes de
Liberace o Elton John, y los teléfonos antes de que alguna diva
de Hollywood exigiera un aparato blanco.
Hay profesiones que exigen el negro. Durante décadas, los
árbitros de futbol llevaron un atuendo que simbolizaba la
tenebrosa justicia que impartían en la cancha. Los mariachis,
los sacerdotes, los deshollinadores y los posmodernos también
merecen el hábito negro.
En cambio, hay animales que inquietan cuando llegan con el color
sin luz. Nadie se extraña de que los cuervos o las moscas
vuelen de negro pero los gatos negros son fatales (a no ser que uno
sea alquimista o hechicero) y los caballos negros corren de modo
inesperado.
En México, la cocina negra avanzó mucho gracias al
mole y al huitlacoche, y originó un guiso casi
metafísico, el pavo huido yucateco, que consiste en
servir el relleno negro sin el pavo.
No hay que olvidar que, aunque la cerveza y el café se han
esmerado en ser oscuros, sólo el siglo XX logró
embotellar el negro, gracias a un líquido amigo del gas y las
pasiones (sus enemigos políticos hablaron de "aguas negras
del imperialismo yanqui").
Y qué sería del arte sin excesos negros como el
cromatismo de Ad Reinhardt o la página nocturna de Tres
tristes tigres. Cuando la literatura policiaca pactó con la
angustia existencial se volvió meritoriamente "negra"
(aunque en Italia el arte de acuchillar neuróticos recibe el
color amarillo), y entre los ismos del siglo XX, Ramón
Gómez de la Serna incluye el negrismo, que ayuda a
soplar en las trompetas.
En la narrativa que aborda destinos negros conviene recordar
Rojo y negro donde Julián Sorel vacila entre la
carrera militar y la eclesiástica, Opus nigrum,
alquimia de Marguerite Yourcenar, e Informe negro, parodia
policiaca de Francisco Hinojosa.
En cuanto al rock, desde sus orígenes propuso manifiestos
como Negro es negro o Píntalo de negro, y no han
faltado conjuntos vestidos como feligreses ultraherméticos,
misas fúnebres promovidas por Black Sabbath, portadas que
semejan un trozo de noche, ni la corriente dark inventada para
oír con el estómago.
Parece ser que en el ajedrez humano abren las blancas y ganan las
negras.
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CONFIGURACIONES
Hugo Hiriart
Elementos
A Margit Frenk, con alegría
El mar funda el prestigio de su obsesivo show en el movimiento. Su
contemplación nos hipnotiza y deja en sedación,
inmóviles, tranquilos, mirando. Qué vemos en el
mar?, por qué nos quedamos así? Vemos la actividad
incesante, la continua creación y destrucción en que
consiste. Lo que el mar alza y perfecciona, el mar mismo deshace y
aniquila, una y otra vez, como un gran escultor insatisfecho moldea y
decora, adelgaza aquí en un verde claro, abulta allá en
un azul profundo, ahueca la curva de la ola, siempre emocionante, que
corre más y más alta, audaz, pálida, erecta, con
perfecto sentido del thriller hitchcockiano, y luego se
desploma en furias de perfeccionista frustrado. No se cansa,
Sísifo del agua, de buscar la obra maestra que no, no llega
nunca. Lo asombroso de este artista es que él mismo sea la mano
que modela y la escultura que es modelada, materia y forma fundidas en
un solo impulso de bailarín gigantesco en escenario de arena.
Esta apreciación tal vez ayude a la fruición de un
verso de Huidobro que a mí me gusta y dice:
Triste como el mar después de un naufragio.
Sigamos. Como el espectáculo del mar se funda en el
movimiento, no puede reproducirse en la inmovilidad de un cuadro: toda
marina tiene melancolía, algo de la poesía del fracaso
que pone Chejov en sus obras de teatro. Los grandes cuadros o grabados
donde figura no lo imitan sino lo simbolizan (piensa en la famosa ola
de Hokusai) con un "digamos que esto es el mar". Pero el
movimiento no puede estar ahí. Un mar quieto es pesadillesco.
El mar, al que podemos ver, no se puede pintar, pero el aire, al
que no podemos ver, puede pintarse. Se capta cuando sopla como
viento. El viento suele ser razonable y gentil, excepto cuando regresa
a su casa borracho de la taberna bajo la forma de huracán,
tornado o tifón, entonces sí, a bailar liliputienses. El
viento tiene vino malo y vociferante, y anda siempre a las carreras,
pero tiene también la deleitosa frescura y agilidad de un
adolescente perpetuo. El viento no se ve, pero se infiere de las
actitudes y movimientos de las cosas y las personas: en la mano de una
muchacha que detiene su sombrero de paja, está el viento. Hay
una larga tradición de retratarlo, sobre todo en el Oriente:
Hokusai y Hiroshige tienen portentosos grabados de viento y lluvia (es
singularmente expresivo el espectáculo de la lluvia bailando
con el viento). Y los pintores chinos son insuperables pintando el
viento que mueve las frondas, el diálogo de los grandes
árboles, "verde el cabello", dice Góngora, con
el empuje viril de la brisa (en cuyo murmullo los antiguos adivinaron
el futuro).
Movimiento y más movimiento. El fuego en la chimenea nos
está contando una historia, la historia del triunfo de la
llama, una criatura que crece devorando, sobre la madera indefensa. Y
hallamos placer al contemplar esta destrucción: ofensiva por
todas partes, la ciudadela resistiendo heroica y silenciosa, el
crepitar de los bárbaros que entran gritando a caballo en la
ciudad llena de terror. Troya, de altas murallas, otra vez abatida. Y
vuelve a lamentar Jeremías: "Ha obrado el Señor
como enemigo, ha devorado a Israel, destruyó todos sus
palacios, derribó sus fortalezas, y llenó a la hija de
Judá de llantos y gemidos."
Pero tú estás repantingado en tu sillón,
comodón, al abrigo de toda inclemencia meteorológica, en
pantuflas, pantufla ya tú mismo, mirando arder la leña
en tu chimenea donde hay violencia, violencia brutal, pero sin
resultado de sangre, violencia que nos sacia, sin culpa alguna, porque
en el fuego hay no sé qué pureza limpia,
inorgánica. Imagina una llama posada en el aceite de una
lámpara. La muchedumbre que aúlla en la plaza y el fuego
tienen la misma ley, crecer o morir, recuerda a Canetti. La llama se
suma a la llama y baila; Rilke la compara a una bailarina
española pisando una serpiente al taconear, y Octavio Paz a los
amantes ya indistintos en el brillo culminante de la pasión. No
hay adagio en el fuego, allegro molto o nada, ésa
también es la ley.
Quiero terminar mencionando a un gran artista, el pintor Georges de
La Tour (1593-1652), que en tiempos atroces consagró su vida a
pintar la temblorosa luz de una vela. Vivió en
Lunéville, en la Lorena, dos veces saqueado e incendiado en las
guerras sin fin de aquellos días y muchas más, diezmado
por el hambre y la peste. Pero La Tour perseveró en captar el
encuentro minucioso de la humilde candela con la oscuridad
envolvente. En lo que alcanzó, me atrevo a decir, nadie lo ha
igualado ni lo igualará jamás.

Naief Yehya
La guerra del golfo
(II)
El tiempo de los asesinos seriales
El 16 de enero de 1991 dio comienzo la Operación Tormenta
del Desierto, con la promesa de George Bush de que el resultado
sería un nuevo orden mundial. Aún no está muy
claro en qué consistía tal reordenamiento planetario,
pero es innegable que el mundo de hoy se encuentra en un estado de
descomposición por lo menos equivalente al de antes de esa
guerra. No obstante, Kevin Robins, en su artículo "The
Haunted Screen" (incluido en la colección de textos
Cultures on the Brink, Ideologies of Technology, Bay
Press-Seattle, 1994), hace notar que el término de la guerra
coincide con el renovado interés en los asesinos seriales, un
boom que hasta cierto punto está en deuda con el estreno
de la cinta El silencio de los inocentes (Jonathan Demme,
1991). Los asesinos seriales volvieron a ponerse de moda y se
convirtieron en héroes populares de la cultura de los
noventa. El mismo Demme se refería a Hannibal Lecter como el
símbolo de la enajenación moral del país sin alma
que eran los Estados Unidos de la era Bush. Los paralelos entre el
espectáculo de la guerra y el film estelarizado por Anthony
Hopkins y Jodie Foster son abundantes. Lecter es un asesino que no
tiene motivos aparentes para matar, es un depredador sofisticado,
cruel, frío, brillante, superdotado y hasta cierto punto
elegante. Él, como otros asesinos seriales, aprovecha la
oscuridad para sorprender a sus víctimas desprevenidas, de la
misma manera en que los bombarderos "invisibles" burlaban
los radares, o los misiles cruise aparecían de la nada
para asestar un golpe mortal. La inteligencia es una
característica fundamental de estos asesinos, y nada se
elogió más en esta guerra que la supuesta inteligencia
de ciertas armas. De acuerdo con los "aliados", los
bombardeos se hicieron de manera quirúrgica, lo cual recuerda
que los asesinos seriales suelen cometer sus atrocidades
sistemáticamente, siguiendo un minucioso plan macabro de
acción o purificador. Así, los inocentes (o los corderos
del título original) eran fácilmente reemplazables por
los cientos de millares de civiles y militares iraquíes que no
vieron de dónde les llegó la muerte, porque no
tenían lentes de visión nocturna como los que utiliza el
ejército estadunidense, las cámaras de CNN y el travesti
asesino Búfalo Bill, de la cinta de Demme.
Haciendo enemigos
Mientras que la maquinaria bélica del tiempo de la guerra
fría estaba destinada a enfrentar a un enemigo poderoso y listo
para responder, las armas guerreras de la actualidad están
expresamente diseñadas para atacar enemigos tercermundistas
(como apunta Michael Klare en su texto Behind Desert Storm: The New
Military Paradigm) y para evitar que se repita lo que pasó
en Vietnam. Las nuevas armas están pensadas para combates donde
no hay riesgo de contraofensivas masivas. Tras la desaparición
de la amenaza comunista, el único pretexto para seguirse
armando era el de prevenir cualquier eventualidad. Y la
eventualidad llegó en forma del ejército iraquí,
una amenaza creada en buena medida por el Pentágono. Ante la
falta de un enemigo digno, había que simular uno mediante
imágenes digitales y datos manufacturados a través de
fotos manipuladas por satélite, como afirma Douglas Kellner en
su libro Media Culture (Routledge, 1995).
Tiempo real vs.espacio real
Paul Virilo ha escrito que la Guerra del Golfo fue una guerra
fractal, en el sentido de que tuvo una estructura reiterativa
que se copiaba a sí misma, a diferentes escalas. Fue un
conflicto local en términos de consecuencias directas, pero
global en lo que respecta a su nivel temporal de representación
a través de los media. Dado que fue una guerra que tuvo
lugar más en la tele que en el campo de batalla, Virilo dice
que "el tiempo real prevaleció sobre el espacio
real". Fue la guerra de la simulación y el
espectáculo, como afirma en un desplante de nauseabundo
eurocentrismo Jean Baudrillard en La guerra del Golfo no tuvo
lugar (Anagrama); no obstante, los muertos fueron y siguen siendo
muy reales, así como lo fue la destrucción desmesurada
de la infraestructura de Irak.
La memoria materializada
Este drama bélico en episodios logró borrar la
línea divisoria entre crisis política y sensacionalismo,
las barreras geográficas, los espacios públicos y
privados. Y lo más importante, llevó el frente de
combate a la paz del hogar, en vivo. El público y las tropas
"aliadas" compartían relativamente el punto de vista:
para ambos, la pantalla era el único punto de contacto con el
enemigo. Esta guerra tiene la peculiaridad de que la memoria de
quienes la vivieron y la reflexionaron deberá competir para
siempre con la otra memoria, ésa que reside en cinta
magnética y archivos electrónicos. Tradicionalmente, las
bitácoras de batalla han sido precisos recuentos
cronológicos de lo que tiene lugar en el frente; en esta
ocasión, cualquier relato de los hechos es redundante debido a
que una empresa privada, CNN, generó una versión oficial
de la guerra en forma de recurso tangible y validador del discurso
bélico de Estados Unidos.
¤ Naief Yehya ¤
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